Aquel verano muchas familias malagueñas acogimos a una serie de niños procedentes de aquellas tierras, a fin de sacarles un poco de un ambiente enfermizo y devastado. Hoy no sé si es territorio ruso, bielorruso o ucraniano.
Elena Vladivirovna Tulinskaya, que así se llama la adolescente que incorporamos ese verano a nuestra familia, llegó a nuestra casa como un perrillo asustado. Le gustaba quedarse a solas en un rincón mientras vigilaba estrechamente sus escasas pertenencias guardadas celosamente en una vieja bolsa. Mi casa, llena de niños y niñas de su edad, era un espacio lleno de posibilidades de convivir. Aquel verano la llevamos a la playa y a cuantas fiestas asistimos, la vestimos de gitana y la tratamos como uno más. Su semblante seguía manifestando el terror, el hambre y la necesidad. Para ella el entrar en un supermercado –especialmente en la parte de las frutas- era toda una fiesta. Como si hubieran venido los reyes magos. Guardaba plátanos y naranjas en su bolso pensando llevarlas a su tierra al volver. Aprendimos mucho de ella. Estuvo un mes con vosotros. Al final parece que se había integrado un poco más. El día antes de marcharse saco de su maleta una botella de Champán ruso (por cierto, bastante malo) y nos la entregó como regalo. Extrañas costumbres. Nos pidió volver. Pero con toda su familia. Sus padres y sus hermanos. Esto no era asequible para nosotros. Así que se acabó esta relación por el momento. Hace unos años me localizó por Facebook. Desde entonces nos escribimos de vez en cuando. Hoy ha cumplido 43 años. Seguro que no ha olvidado los espetos, las uvas ni los chanquetes malagueños. Nosotros tampoco hemos olvidado a aquella chiquilla asustada. “La rusa”.
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