Los oficiantes del imperialismo económico global, avanzando en la estrategia totalitaria, vienen exigiendo a las gentes fidelidad al mercado, lo que en gran medida aceptan sin rechistar, mientras que, por otra parte, la hacen extensiva a que se siga la doctrina establecida por el sistema. Si lo primero supone entregarse al consumo irreflexivo por obligación, de manera que todo lo que entra en el bolsillo se destine a engrandecer el negocio empresarial; lo segundo, invita a desprenderse de la identidad personal y dejarse llevar por las consignas que se imponen a la manada. Esto último exige la plena entrega a las nuevas creencias, con la gratificante satisfacción de que otros liberen a las personas de la carga de tener que pensar por ellas mismas, porque cuando se llega a tal estado de sumisión basta con obedecer al conductor del rebaño. En definitiva, se trata de entregarse sin la menor reflexión a lo que los mandatos de las elites transmiten a las masas para indicar el camino a seguir en defensas de sus intereses —entiéndase los de las elites—. El balance de esta estrategia generalizada es que, salvo alguna manifestación ocasional aparentemente discrepante y meramente simbólica, promovida por los comisionados del negocio, la doctrina no admite contestación, de tal manera que sus resultados prácticos son plenamente satisfactorios y todo aparenta marchar viento en popa para los dirigentes del sistema. No obstante, si ante el poderío que despliega la superélite del dinero desde los medios de difusión solo cabe la resignación, siempre queda un resquicio mental para entender que a las masas se las pretende engañar en casi todo haciéndolas comulgar con ruedas de molino.
Últimamente, la doctrina, esa sarta de creencias impuestas por la sinarquía dominante, se ha desbordado de sus habituales cauces manipuladores de la mente colectiva. Ya no se trata de comulgar con las creencias que se imponen desde la ideología mercantil dominante, va más allá, hasta el punto de tratar de convencer, sin ningún valor de convicción, de lo que a simple vista está demasiado claro, simplemente haciendo uso de su posición dominante, porque el que manda, manda. Basta con mencionar un par de ejemplos en los que es posible observar la larga mano del gran capital y su objetivo de hacer comulgar al respetable público con esas ruedas de molino. Si miramos hacia el panorama de la España avanzada, el cuestionado personaje central de la última contienda electoral, aunque no resultara ganador, ha pasado a ser el eje en torno al que gira la obra, cuyo desenlace mantiene a algunos en vilo, mientras otros, tiempo atrás, lo dieron por descontado.
De lo que se trata es de prolongar el mandato prorrogado, utilizando la táctica de marear la perdiz, una estrategia diseñada para atraer el interés del auditorio hacia su persona, al objeto de proclamarse el nuevo salvador de un país al que se pretende hacer añicos. Para refrendar su proyecto personal, juega dos bazas visibles. A los suyos, para sentirse respaldado, simplemente les vende expectativas de poder, dado que a muy pocos les amarga un dulce. A los demás, sorteando el valor del tercer poder, aspira a imponer los que se dicen intereses políticos —los suyos— dirigidos a la concordia por encima de la ley, con lo que, pese a la jugada de distracción colectiva, el asunto no pinta nada bien para el enfatizado Estado de Derecho y otro tanto para la llamada democracia representativa, que ya se encontraba demasiado tocada. Tratar de que la ciudadanía asuma conscientemente la cuestión de fondo que le mueve—mantenerse en el poder el mayor tiempo posible—, hasta el momento amparada por el respaldo de la sinarquía imperialista económica —se diga lo que se diga—, en la que la racionalidad y, cuanto menos, el sentido común brillan por su ausencia, traducido al lenguaje llano, no es más que exigir a todos, buscando su respaldo al personaje, que comulguen con ruedas de molino.
En un panorama más amplio, caso de los escenarios bélicos de Ucrania y Gaza, objetivos de actualidad mediática, bajo el enfoque moralista de la doctrina de buenos y malos. Esa que permite considerar a unos en posesión de la verdad absoluta y a otros la de simples practicantes de la maldad; mientras, con alto contenido de indiferencia, los derechos humanos y valores asociados de la prometedora Agenda han pasado a ser un nombre y las leyes modernas de la guerra pura falacia con fines ornamentales. Salvo contadas manifestaciones ciudadanas, el asunto se limita a poner en la escena televisiva imágenes crueles de pura y dura destrucción, ante la indefensión de unos y el poderío de los otros. Pocos dan la cara llamando a la razón, poniendo en evidencia, una vez más, que el dinero manda, hasta para lavar el sentimiento de culpa, porque tiene la capacidad de manipular conciencias y llevarlas a aceptar hasta lo más irracional. Sibilinamente, la doctrina exige a sus fieles que no entren en controversia alguna sobre las verdades oficiales y las asuman plenamente. En definitiva, se trata de hacer creer —y no de permitir razonar— lo que es obligado acatar y, pese a sus esfuerzos por pretender demostrar lo contrario, los medios de difusión procuran, en lo posible, alimentar esa verdad —otra vez, porque el que manda, manda—. No queda otra que acatar las verdades oficiales, cuando aspiran a ser absolutas y buscan a cualquier precio hacer comulgar a las gentes con ruedas de molino.
Planteado el tema, centrándolo en lo nuclear, hay que volver al punto de partida. A la vista está que gran parte de lo que sucede responde al puro interés económico de la sinarquía dominante, que ha impuesto sus conveniencias muy por encima de las personas, de las que solo le interesa sacar provecho comercial. Con lo que todo aquello que las afecta directamente, al margen de que cumplan con su condición consumista y, en otros casos, para ser utilizadas como material para alimentar las guerras con su sangre, mientras las elites permanecen a cubierto, le resulta totalmente indiferente. No obstante, hay que representar el papel de buenos, sin serlo, y, desde esa supuesta bondad de la visión oficialmente impuesta, exigir al público en general que asuma sus verdades de conveniencia o, para aproximarse a la realidad, que comulgue con ruedas de molino.
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