Sujetos a los cánones económicos dominantes, en general, la política de los distintos Estados es incapaz de mantener su independencia funcional, ya que solamente unos pocos alcanzan ese nivel que permite dejar constancia de sus particularidades. En todo caso, si llegan a tal punto, fundamentalmente por haber adquirido cierta ventaja tecnológica y contando con su plena integración en la realidad económico-política, es como premio a su fidelidad. Incluso en este supuesto, su papel no deja de ser el de comparsas, por cuanto por encima se encuentra el Estado-hegemónico de zona, dispuesto a desplegar en exclusiva su calidad económica, política y cultural, para ser exportadas e implantadas en otros Estados. Por tanto, la mayoría de los Estados en el ámbito de la mundialización, que hoy se sigue por exigencia del propio sistema capitalista, son políticamente irrelevantes en el plano internacional, se limitan a guardar el orden del mercado y mantener la estabilidad del sistema capitalista. La política mayor viene hecha desde más arriba a nivel mundial, con lo que a la local solamente le queda la función de seguirla, conforme a lo que se la indique, o quedar excluida.
La falta de una línea de actuación coherente con los intereses nacionales en la política, no solamente está motivada por seguir el mandato económico del gran capital, sin duda en ella inciden los particulares intereses electorales de unos y otros para prolongarse en el poder. De ahí su inclinación a obviar las cuestiones de fondo nacionales, tratando de captar el interés por lo foráneo y entregarse al espectáculo, puesto de manifiesto en el despilfarro —a lo que se ha venido en llamar progresismo—, la fiesta permanente y el malentendido sentido de progreso social, que hoy se observa aquí mismo. Lo que induce a ese caminar errático que se aprecia en la toma de decisiones. Entendido como un desaforo en el panorama socio-político, no lo es tanto para el gran mandatario final, que observa desde la plataforma superior cómo, en tal estado, el negocio se muestra creciente. Con la misma finalidad de descrédito de la política, es obligado que sus servidores sean cuidadosamente seleccionados y publicitados en base a su imagen y al uso fluido del lenguaje, asistidos de una elevada dosis de hipocresía y, más todavía, de una impasibilidad a toda prueba, para tratar de salir airosos ante cualquier eventualidad. Fuera de estas cualidades, poco más se precisa, ya que, en cuanto a ilustración política no es necesaria, puesto que puede suplirse con las aportaciones de un tropel de asesores que les asisten en cada asunto. Por tanto, la incompetencia en la función asignada puede ser superada contando con la asistencia de la tecnología y la capacidad de otros, ambas adquiridas a buen precio. Del sentido original de la política, solo ha quedado el nombre y la imagen de sus practicantes.
Prescindiendo de las especulaciones que acompañan al sentido del progreso en la actualidad, pero evidentemente entregado a lo material, en detrimento de lo espiritual, el hecho es que sigue utilizándose como instrumento de captación de masas con fines comerciales, conforme el capitalismo moderno ha venido haciendo desde el inicio de su andadura. Dado que dispone del monopolio de lo que se entiende como marcha hacia adelante —en muchos casos hacia el precipicio—, ha pasado a ser el encargado de marcar su dirección, siempre condicionada por los intereses del mercado, y para eso tiene a su servicio la tecnología, que es la que abre el camino a la innovación, asociada al progreso material, tanto en lo que beneficia a las personas, como a su entorno, para hacer la vida más fácil. Enfocada en términos de producto comercial que ha determinado el cambio mundial, no obstante, sus resultados no se aprecian por igual, ya que las masas se quedan con la parte superficial, mientras que el empresariado lo ha hecho rentable. Para promocionar este valor, ha entrado en escena la política, a la que se encomienda que instrumente una serie de medidas ofertadas como progreso, en realidad para entretener a las gentes, desplegadas como una batería de ocurrencias para dar ánimo a los creyentes e incentivar su inoperancia, como nueva estrategia dirigida a acentuar el adormecimiento de las masas. La tecnología ha contribuido a vender ese progreso, basado en la renuncia al pasado social, para deslumbrar a las personas con todo lo nuevo, sin permitir la menor reflexión, haciéndolo exponente del bien-vivir, procurando seguir la actividad del mínimo esfuerzo y animando a la entrega de su existencia a la burocracia estatal, bajo la dirección de los usuarios del poder. De esta manera, se ha producido una sumisión generalizada al paternalismo estatal, representado por el generoso reparto progresista del dinero público, que se ha convertido en una exigencia de la ciudadanía.
De esta manera, el mercado —representación del capital—pasa a ser el beneficiado como destinatario final del producto de la generosidad de los repartidores de los fondos estatales, mientras la burocracia pública —representación visible de la política menor— aumenta su poder, al convertirse en árbitro del supuesto reparto, que ahora se entiende como reflejo del progreso material. En los regímenes partitocráticos, expresión de la democracia del voto, es natural que los partidos traten de capitalizar el invento, haciendo propaganda de su intervención directa en la mejora de las condiciones de vida de algunos y blasonando de controlar el mercado. Mientras, la realidad viene a poner de manifiesto simplemente una serie inacabable de políticas de pura y dura majadería, solamente rentables para quien maneja el negocio mercantil, pero promovidas en nombre del progreso social. De ahí que el capitalismo alimente ese movimiento político llamado progresismo, porque contribuye a aumentar las ganancias del mercado.
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