Abundan, en la Red, y en los libros, frases y sentencias sobre la Navidad, casi todas empalagosas y manidas. Se trata de aserciones como la que reza “la Navidad es la temporada para encender el fuego de la hospitalidad en el salón, y la genial llama de la caridad en el corazón”, atribuida a Washington Irving. Poco que añadir en el universo del lugar común como elemento central de cualquier retórica.
Lo traigo a colación en el final del adviento, que nos conduce al núcleo de estas festividades, no tan entrañables como pueda parecer si asumimos los argumentos de sus detractores, que suelen criticar el consumismo y la presión social asociada al mismo, así como cierto carácter excluyente, que no comparto, para los no practicantes o acólitos de otros credos distintos del cristiano. Frente a ello argumentan sus defensores haciendo hincapié en el carácter familiar, tradicional y bondadoso de lo que estos días se celebra.
¿Y qué es eso que se celebra? Tienen claro los fieles creyentes la respuesta, o eso supongo. Nos instalamos el resto, ateos, agnósticos o indiferentes, en los dulces ritos de estos días, que van más allá de lo religioso y llenan de símbolos y sentimentalismo el orbe cristiano occidental. Se trata de una repetición, de un eterno retorno cuyos mitos nos anegan, si bien todo el dogma y sus creencias conducen a un tiempo lineal.
Se rememora el nacimiento de Cristo y el origen de ese tiempo al que pondrá final la parusía. Los ritos ligados al solsticio, en este caso al de invierno, una de las dos puertas solsticiales de René Guenon, son, por otra parte, ancestrales. En la Roma antigua adquirió esta celebración especial relevancia con las denominadas “saturnales”, en honor a Saturno, muy relacionado con el dios griego Cronos y, por tanto, con el Tiempo. Parece ser que, a la luz de velas y antorchas, se daba la bienvenida al regreso de la luz, creciente a partir de ese día, y asociada con el nacimiento del Sol Invictus, y ello ocurría el 25 de diciembre, registrado como día del solsticio en el calendario juliano. Asimismo, se comía y se bebía en abundancia.
De esa manera, se entiende la cristianización posterior de esta celebración, que no sólo era propia de Roma, sino de otros pueblos, como los celtas. Vamos, que todos podemos festejar la Navidad, entendiéndola cada cual (creyente, ateo o practicante de otra fe) como la quiera entender y con el sincretismo como bandera.
Por otra parte, estuvo la Navidad, en tiempos medievales, protegida por la paz y la tregua de Dios. Se ocupaba la primera de amparar a las víctimas de los nobles y se ocupaba la segunda de la guerra, propiciando la suspensión de esta en ciertas fechas. No tengo claro si esa paz y esa tregua son extensivas a nuestros días, sobre todo en este país que habitamos y sufrimos. Ni la paz de Dios parece que vaya a librarnos de quienes desde del poder (los nobles de hoy) insisten en atentar contra nuestros derechos y libertades, ni la tregua es posible cuando la división en bloques se convierte en táctica y estrategia...
A pesar de ello, no queda otra que desear a todos, desde esta columna, una Feliz Navidad, al margen de como cada uno la piense y la conciba.
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