Pasan los años, pasan los siglos, y continuamos en persistentes luchas, entre familias, pueblos y naciones. Tenemos que salir de esta esfera mundana, que no se mueve en favor de la vida del verbo y del verso, sino que permanece inmovilizada por la ceguera destructiva de la ramificación del mal. Nos domina la confusión. Tenemos que renunciar a este clima de injusticias, explotación y egoísmo, que se halla en nuestro propio corazón. Por eso, nos merecemos hacer un alto en nuestro caminar, para conciliar sueños y reconciliar vocablos, sobre todo hacia el terreno del alma, que es donde realmente mora la verdad y la bondad. Urge, por consiguiente, que tomemos conciencia de la crueldad humana, haciendo justicia e innovando encuentros; donde gobierne la mutua comprensión, en favor de la cultura del abrazo sincero. Después de lo vivido hasta ahora, tiene que prevalecer el sentido de responsabilidad, y la consideración del supremo interés de la concordia, con el respeto y la estima debida. Será saludable, sin duda, poner en todos los programas curriculares en formación: la disciplina de la ley moral universal como materia.
El actual momento histórico de la globalización, marcado por acontecimientos de incertidumbre y tensión permanente, nos demanda una fuerte llamada al espíritu cooperante, decidido y comprometido con el bien colectivo. En consecuencia, y partiendo precisamente de una lectura de los signos de los tiempos a la luz de los valores solidarios entre sí, que es lo que aviva la buena vecindad, me parece sumamente significativo y urgente proseguir con valentía el esfuerzo de edificación de un nuevo orbe, con una firme adhesión a la unión, mirando al mismo tiempo más allá de las fronteras o del propio interés mundano. Sólo desde la unidad se puede reconstruir lo destruido, superar las divisiones existentes entre unos y otros, derribando barreras y prejuicios étnicos y culturales. Estoy convencido que, vencidas las divisiones y dominados los enfrentamientos; germinará ese espíritu conciliador, tan necesario como innato, en favor de la ciudadanía y los pueblos. Aproximarse hacia uno mismo y hacia los demás, tiene una dimensión trascendente, porque el bien con la bondad germina en armonía, que es lo que nos acerca. Hoy más que nunca tenemos necesidad de una acogida incondicionada. Precisamos caminar seguros, sentirnos protegidos, para poder acometer nuestro propio itinerario viviente. No podemos continuar entre maldades, hay que activar otros vientos más auténticos y benefactores, que enciendan una esperanza e iluminen nuestros pasos. Ciertamente, hay y habrá siempre retos y dificultades por aquí abajo, pero si tenemos el anhelo de convertirnos en una pequeña antorcha de bien hacer y mejor decir, seguramente entonces hallaremos otras en la misma dirección, y las penurias serán más fáciles de sobrellevar. Compartiendo nada se resiste, y no hay perversidad que prosiga. Quizás tengamos, para ello, que aprender a avergonzarnos hasta de nosotros mismos; pero una vez abrazado ese níveo horizonte, será cuando nos reconoceremos y saldremos de nuestro propio interior confuso, para abrazarnos dentro de cada uno de nosotros, a otro aire más alentador y vivificante. Nada hay más tónico que sentirse parte vinculante de la familia humana, lo que nos otorga ser ciudadanos del mundo, haciéndonos titulares de obligaciones y derechos. Con esta gramática universal de uniones, tienen que dejar de existir las crueles desuniones. Caminar entre maldades, por tanto, es una forma de morir en vida. Requerimos de la caricia del análogo como inhalación para continuar conviviendo, haciendo tronco en linaje y rehaciendo la placidez del ánimo. ¡Cuántas personas viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presos de mil trastornos mentales, por esa mera soledad impuesta por ellos mismos! Por otra parte, dejemos a un lado a los encantadores de serpientes, que suelen llevarnos a su propio paraíso lucrativo, convirtiéndonos en esclavos de sus intereses mezquinos. El amor hay que ejercitarlo cada día, para que no se enfríe en una mentalidad mundana que induce únicamente a preocuparse y a ocuparse de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo de la entrega a los demás, que es lo que verdaderamente nos regenera, injertándonos felicidad. No olvidemos que el desamor que actualmente reina en el mundo se supera con más amor, destronando los abecedarios malignos de nuestra vista y adhiriéndonos a lo bueno del vivir, que está en dar alegría.
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