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El motorista de lata

Las fiestas navideñas y la parafernalia que las rodean, parecen especialmente diseñadas para que todos seamos como niños
Manuel Montes Cleries
lunes, 8 de enero de 2024, 09:25 h (CET)

Como mis lectores conocen, vivo en una casa muy familiar. Por sus habitantes fijos y los esporádicos. Por su número de ellos y su culto a la tradición.

   

Hay varios momentos claves dentro de estas fiestas, pero el que produce más revuelo, es el de la mañana del día de Reyes. Y es lógico: 19 mayores y 20 niños dan mucho de sí. Para colmo, sus majestades depositan todos sus regalos en el salón de los abuelos y allí acuden en manada a recoger lo que les hayan dejado.

     

Hoy en día llegan “los reyes” para todos. Mayores y pequeños. Los niños de la posguerra vivíamos de una forma distinta. Los padres se las ingeniaban para encontrar unos maravillosos regalos que hoy no pasarían la crítica más benigna. Pero los niños de entonces éramos tan felices como los de ahora. En las calles del centro de Málaga se habían instalado puestos artesanales con unos muñecos de cartón, unos motoristas de lata, un surtido de ollitas, de recogedor y escobas, palos de escoba con cabeza de caballo y unas riendas de “guita”, burros acartonados con serones, aros de madera., etc. Nunca faltaban “las cosas del colegio”, adquiridas en Denis o en casa Kreisel (la que ardió un lunes Santo): gomas Milán, sacapuntas, lápices del 2 y una caja de 12 colores de Alpino. Esos eran los lugares claves para los Reyes Magos.

     

¿Qué nos dirían los niños de ahora de aquellos regalos? Seguro que nos los tirarían a la cara. He visto por mi casa maquinas infernales electrónicas de todo tipo, muñecos especializados en matemática cuántica, tabletas con I.A. incorporada, Transformers que dan miedo y toda suerte de regalos (con la etiqueta para descambiar incluida) de unos grandes almacenes donde se surten los Reyes Magos.

    

Este año he pillado una ropa preciosa, colonia y una radio despertador que no suena, comprada a una de esas plataformas a la que no puedo reclamar porque no sé ni donde está. (Me dicen que se devuelve y te mandan otra que funciona). No me fío mucho. Sigo añorando aquél motorista de lata que nunca tuve.

    

La buena noticia nos la proporcionan los niños. Los de antes y los de ahora. Los niños de los cincuenta del siglo pasado y de los veinte del presente, los que queríamos y los que quieren, ser felices. Sentirse protegidos por los mayores y evadirse de un mundo lleno de problemas y de incertidumbre ante el futuro.

    

Entonces y ahora jugábamos a ser héroes por un día y a olvidarnos de un mundo puñetero que nos amenaza. Entonces y ahora, los niños serán felices cuando nos tiremos al suelo a jugar con ellos, les hagamos un avión de papel o le montemos en una caja de cartón de la que tiremos con una cuerda.

   

Las pilas se agotan, los juguetes electrónicos se rompen, pero el amor de cuantos te rodean permanece en tu mente y en tu corazón para siempre.

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Quizá haya sido siempre así, aunque ahora se note mayormente; de cualquier manera, si nos ponemos a observar cómo nos relacionamos, el desapego, la crispación e incluso el enfrentamiento, cobran un rango predominante e inquietante.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una realidad que nos atraviesa a todos, pero no por igual: en el mundo contemporáneo, los mercados ocupan un lugar central en nuestras vidas, en tanto que no sólo determinan lo que compramos o vendemos, sino que también influyen en áreas fundamentales como la educación, la salud, la justicia e incluso las relaciones humanas.

A lo largo de la historia, el ser humano se ha visto acompañado de grandes descubrimientos que han contribuido a su propio desarrollo y bienestar físico, científico e incluso intelectual. Sin embargo ha sido en el pasado siglo XX cuando se produjo el salto más revolucionario: el mundo de la comunicación y conocimiento se ve sacudido por la aparición de la radio, la televisión, el ordenador e internet que se escenifican en la llegada del hombre a la luna en el año 1969.

 
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