En el evangelio del primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos habla acerca de que Jesús, durante los cuarenta días en los que permaneció en el desierto haciendo ayuno y penitencia, fue tentado por el diablo varias veces y con distintas proposiciones en las que le pedía que demostrase que era hijo de Dios. Los cristianos de hoy somos tentados continuamente, no para que demostremos que somos hijos de Dios, sino para que nos dejemos arrastrar por la apatía, la desgana y la abulia y no manifestemos con nuestros actos que sí nos sentimos como hijos de tal Padre y que, poco a poco, nos dejemos arrastrar en la corriente de la descristianización que impera en el mundo en el que vivimos, a dejar a un lado las prácticas religiosas,a que nos desanimemos al ver el poco, o casi ningún fruto, que cosechamos al vivir nuestro cristianismo en un mundo tan descreído y falto de valores absolutos como el que nos rodea. Los valores cristianos, pilares de nuestra civilización durante más de dos mil años, están siendo puestos a prueba, conculcados desde fuera y desde dentro de cristianismo. Hoy día todo está sometido a las leyes de la relatividad, no hay distinción entre el bien y el mal, nada hay que sustente nuestros cimientos, nuestras creencias, ni que nos apoye en nuestras obras; por ello nos vemos invadidos por el desánimo, la apatía, la indecisión y la falta de fuerzas para hacer prevalecer nuestros principios. Sobre los cristianos se ha extendido una capa de indolencia que, como un sopor adormecedor, como una droga, está impregnando nuestras vidas. Nos está cercando e invadiendo como una carcoma que está royendo nuestra médula, destruyendo nuestras energías, nuestros arrestos, y nos estamos quedando como piezas obsoletas e inaprovechables que no servimos para nada. Si no reaccionamos ante tanto señuelo y reclamo,como se nos pone ante nuestros ojos, y caemos en la atracción de aceptarlo, una vez probado, nos damos cuenta de que hemos sido engañados, que han jugado con nosotros como con niños a los que se les ofrece el atractivo envoltorio de una golosina a la que une vez, desprendido este, se encuentra con la cruel realidad de comprobar que ha sido engañado. De que hemos caído en una trampa que, por falta de previsión y cordura, no nos deberíamos de haber dejado arrastrar, y que, como parvulitos inocentes, hemos mordido una fruta de atractivo aspecto pero de un ácido y amargo sabor. Nuestra desolación y desencanto, nos puede arrastrar a la desesperación, al sentimiento de que todo lo que dábamos por firme e inamovible solo es un enorme espaciode arenas movedizas en las que nos estamos hundiendo, sin encontrar un asidero al que agarrarnos. Que no hay nada firme bajo nuestros pies. No encontramos una mano que nos sujete con firmeza y nos arrastre a un lugar seguro en el que podamos comprobar que no, que estamos equivocados, que siempre hay alguien que vela por nosotros, nos cuida y nos protege. Que nos queda el remedio de nuestra introspección, de ese examen interior en el que nos encontremos a nosotros mismos, y en el que podamos recuperar aquello que ha sido ocultado, que nosotros hemos tapado, con el espejismo de unas lentejuelas que, con su brillo instantáneo y efímero nos han deslumbrado, y que solo nos ofrecen la vacuidad más absoluta y un camino a la desesperación, cuando no a la destrucción de nuestra personalidad, de nuestras convicciones y firmezas. Sí hay otro camino para los cristianos durante este tiempo de Cuaresma. Nos queda la vía de volvernos hacia Dios cuyos hijos somos y, con toda la sinceridad y arrepentimiento confesarle que hemos andado por caminos errados y pedirle su comprensión y apoyo. Él nos lo dará con toda seguridad. Disculpará nuestra flaqueza y, si seguimos unidos a Él, nos sentiremos fuertes, seguros y firmes. Apoyados en la certeza de que no estamos solos. Que hay un Padre amoroso que cuida de nosotros.
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