Ahora que ya han pasado por las tierras del globo terráqueo dos de los jinetes de la Apocalipsis, la peste y la muerte… ahora que ya ha quedado muy atrás su rastro de enfermedad y de tragedia, vemos que, tras la estela verdusca y blanca de sus caballos, sale a relucir la miseria del ser humano. El gran negocio de la muerte.
No queda muy atrás la imperiosa necesidad de comprar como fuera y a quien fuera mascarillas, guantes, trajes EPIs y por supuesto, dar con una vacuna que frenara la pandemia que asolaba el planeta con el nombre de Covid-19. No queda muy atrás las imágenes en la retina de los cadáveres apilados en el Palacio de Hielo a modo de nevera; los convoy militares trasladando cadáveres en las noches de Bérgamo; el cementerio improvisado en la isla de Hart en Nueva York; los hospitales atestados de pacientes que se ahogaban en su último estertor sin que tuvieran la posibilidad de poder despedirse de sus seres queridos; los crematorios funcionando como pilas indias quemando cadáveres como chimeneas inagotables… Han pasado tan solo unos pocos años de aquello que pareció una terrible pesadilla. Un sueño inimaginable.
Nunca se sabrá si fue un virus procedente de un animal que nunca habíamos oído nombrar (pangolín) o una negligencia en un laboratorio chino de esos que elaboran armas químicas para acabar con la humanidad. Lo que sí empezamos a saber es hasta donde puede llegar la podredumbre y la bajeza moral del ser humano.
Recuerdo el día y la fecha, 14 de marzo de 2020, cuando se publicó en el Boletín Oficial del Estado, la Disposición general por parte del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, en la cual se establecía la adopción de medidas inmediatas y eficaces para hacer frente a la pandemia. Circunstancias excepcionales que, además de obligar a un confinamiento a los ciudadanos por su propio bien, se adoptaran sin demora todas las medidas extraordinarias necesarias para prevenir y contener el virus. Tales como la limitación de la libre circulación de las personas, las requisas temporales de todo tipo de bienes necesarios, las medidas de contención en el ámbito educativo, las medidas de contención en la actividad comercial y cultural, las medidas de contención en los lugares de culto, las medidas para el suministro de bienes alimentarios y abastecimiento, las medidas a las que quedan sometidos los medios de comunicación, y como no, las medidas para reforzar el Sistema Nacional de Salud y todo lo que ello conlleva y que en este caso nos atañe: la compra indiscriminada de mascarillas. Es decir, la barra libre.
Fue a partir de ahí cuando en los boletines oficiales comenzaron a aparecer contratos de empresas, salidas de la nada e inexistentes antes, para comprar mascarillas. Empresas cuya dirección fiscal se omitían en las páginas de esos boletines oficiales del estado. ¿Por qué? Porque todo estaba previamente justificado para no dar explicaciones aludiendo al bien y al interés común del ciudadano. Era el gran momento para los especuladores del negocio de la muerte. Era el momento para forrarse a costa de los miles de cadáveres que inundaban las calles y los hospitales.
Me viene al recuerdo aquella escena de la película El tercer Hombre, donde Orson Wells, interpretando a Harry Lime, queda con su amigo, un novelista barato, Holly Martins, interpretado por un magistral Joseph Cotten, en la Noria de la Viena de posguerra. Lime, es un tipo sin escrúpulos que, aprovechando la necesidad de los heridos y niños enfermos tras la guerra y por culpa de la escasez, ha estado vendiendo penicilina adulterada en los hospitales. Una penicilina que por su mal estado ha causado daños cerebrales irreparables. Es entonces, desde lo alto de la noria cuando Lime le indica a su, hasta ahora incrédulo y amigo Holly Martins, que mire hacia abajo, hacia el suelo, por donde se ven caminando pequeños puntos negros que son viandantes. Es entonces cuando le dice algo así como: «¿si te dijeran que por cada puntito negro de esos que ves por ahí te correspondería una enorme cantidad de dinero, pensarías en el mal que puede causarse o en que podrías hacerte rico en mitad de toda esta miseria?»
Es el más claro ejemplo de la insignificancia de las víctimas, de los ciudadanos ante la inmoralidad. Es lo más próximo que se puede llegar a estar de la letrina humana, del avariento saco de mierda en el que uno puede introducirse como en una piscina llena de dinero corrupto aprovechándose de la necesidad de los demás.
Ya lo dije en el libro Con tal de verte reír, y ahora, como oportunista que soy, aprovechando el gran hacer de nuestros dignos políticos, lo vuelvo a repetir: «Es la gran oportunidad para sacar provecho económico por nuestros dirigentes (…) Es la chusma de siempre (…) Son las hediondas cañerías de la política».
Ellos, los políticos de baja estofa son los grandes aliados de los Jinetes de la Apocalipsis. Los que hacen sus juegos malabares para crear contratos sin control ni justificación para enriquecerse a costa de la necesidad y del extraordinario riesgo de los derechos ciudadanos, como dice esa Disposición del 14 de marzo de 2020.
Ahora, gracias a nuestra policía y a nuestro debilitado sistema judicial, comienzan a asomar las cabezas de algunos de esos corruptos sin escrúpulos que se enriquecieron con el mal ajeno. Supuestamente, claro. Individuos que salieron de la nada o de detrás de la barra de un prostíbulo como un tipejo llamado Koldo. Empiezan a sonar nombres de ministros que, tiempo atrás llenaban su henchida boca con parlamentos sobre la lucha frente a la corrupción y en favor de la integridad, como Ábalos, quien se atreve a avisar de «que hay mucho que contar», o mucho que callar, dependiendo de la salida más o menos honrosa (monetariamente hablando) que se le dé. O como la presidenta del Congreso, Francina Armengol, que ahora se rasga las vestiduras, pero que en su momento firmó con esa empresa creada de la nada, Soluciones de Gestión, un contrato de 3,7 millones de euros por el procedimiento de negociado sin publicidad y que le llegó a través del Ministerio de Fomento. Poco después se descubriría que el material, 1,4 millones de mascarillas no tenían las condiciones técnicas necesarias para proteger a la población. Pero que importaba eso ¿verdad? De la misma manera que¿qué le importaba a Lime la penicilina que vendiera? Que las mascarillas no servían, pues se quedarían en un almacén apiladas hasta que caduquen. La población ya las encontraría por otro lado, o que esperara un poco más… total, unos miles de muertos más, ¿a quién le importa? Lo verdaderamente importante es que cada uno de esos puntitos negros que se ven en la lejanía engrosen nuestros bolsillos. Los bolsillos de los de siempre. Los amigos del negocio de la muerte, en este caso.
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