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La liturgia de los difuntos

La forma en que se vive el dolor de la pérdida depende de la cultura, que va cambiando, como pasa con otros aspectos de la vida
Llucià Pou Sabaté
martes, 5 de marzo de 2024, 09:17 h (CET)

Caen las hojas secas, y las ilusiones de la vida en muchos, por la vejez. Hace casi 500 años, en Ávila muere Beatriz de Ahumada y mientras los sacerdotes terminan las ceremonias dice: “Teresa, que venga Teresa”. La niña de 12 años entra y le dice: “¡bendita, bendita!”, y expira. Teresa, llorando en su habitación, dice a la Virgen: “Señora, ya veis que no tengo Madre, sed vos en adelante Madre mía”. La Virgen María es protectora que nos acompaña siempre, y en el Avemaría le rezamos en aquellos dos momentos más importantes que tenemos, con las dos palabras importantes: la vida que comienza con el nacimiento, el fruto del amor (“bendito el fruto de tu vientre”) y la muerte, el dolor (“ruega por nosotros pecadores… en la hora de nuestra muerte”). Y en otros momentos le pedimos de mil formas “no nos desampares ahora y en la hora de la muerte”.

   

La forma en que se vive el dolor de la pérdida depende de la cultura, que va cambiando, como pasa con otros aspectos de la vida (noviazgo, enamoramiento…). Son temas tabú, que adquieren un sentido religioso. En nuestra cultura cristiana, antes se visitaba la casa del difunto, se comía con los parientes. Era el momento de dar soporte, expresar sentimientos. Se ofrecían oraciones en los ritos funerarios… se lloraba, y pensaba en la vida y la trascendencia, se reflexionaba… y en el cementerio, se acompañaba la familia y se echaba un puñado de tierra al nicho…

   

La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II abandona los ornamentos color negro en las Misas de Difuntos, signo de duelo, para destacar el consuelo y esperanza: "A pesar de todo, la comunidad celebra la muerte con esperanza. El creyente, contra toda evidencia, muere confiado: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,26). En medio del enigma y la realidad tremenda de la muerte, se celebra la fe en el Dios que salva… En el corazón de la muerte, la iglesia proclama su esperanza en la resurrección. Mientras toda imaginación fracasa, ante la muerte, la iglesia afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz. La muerte corporal será vencida".

   

La iglesia festeja el misterio pascual con el que el difunto ha vivido identificado, iniciada en el Bautismo, la posesión de la bienaventuranza; y así se pide en las misas de difuntos: "Dios, Padre Todopoderoso, apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu Hijo, te pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa resurrección" (oración colecta). Y en la oración sobre las Ofrendas: "Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de reconciliación por nuestro hermano N. para que pueda encontrar como juez misericordioso a tu hijo Jesucristo, a quien por medio de la fe reconoció siempre como su Salvador".

   

El traspaso al cielo suele ser el día en que se celebra a un santo, a modo de fiesta por su entrada en la gloria, después de ese aprendizaje en el amor que es esta vida: "La muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de la entrega total, en el cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente realizar la inocencia bautismal y volver a encontrar, más allá de los siglos, la vida del Paraíso" (Romano Guardini).


La mejor y más completa respuesta al problema de la muerte la encontramos en los escritos de San Pablo. Recordemos la, magnífica frase: "Al fin de los tiempos, la muerte quedará destruida para siempre, absorbida en la victoria" (I Cor 15,26).


Con el realismo que caracteriza a la Iglesia Católica, toda la liturgia de Difuntos, ofrece a Dios sufragios por los muertos, sabiendo que todos, en mayor o menor grado, hemos ofendido a Dios, pero con la plena confianza en la infinita misericordia divina, que garantiza al final el goce de la bienaventuranza. Por ello el libro del Apocalipsis nos enseña: "Bienaventurados los que mueren en el Señor" (Ap 21,4).


Repetimos una y otra vez al orar por los nuestros: "Dale Señor el descanso eterno y brille para él la Luz Perpetua". Descanso de las luchas y fatigas de esta vida; luz para siempre, sin sombras de muerte, sin tinieblas de angustias, dudas o ignorancias. La luz total de contemplar la gloria de Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y eterno.

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