Después que Adán pecase desapareció la paz original. Desapareció el reconfortante pensamiento único que existía. Aparecieron las divergencias. Irrumpe el problema cuando se tienen que contrastar las distintas formas de pensar. Génesis registra el primer caso de conflicto destructivo que tiene que ver con el concepto distinto que dos hermanos tienen de Dios.
En un principio la sociedad la componían solo dos personas que no divergían en la manera de pensar. Tan pronto como aparece el pecado en aquella pequeña comunidad que convivía en plena harmonía, abruptamente aparece la divergencia. Adán acusa a Eva de lo ocurrido. Eva se quita las pulgas de encima y acusa a Satanás de su resbalón. De momento puede decirse que las divergencias eran pacíficas. Todo quedaba en simples reproches. Todo se complica cuando Caín y Abel, hijos de Adán y Eva, llegan a la adolescencia. Difieren de cómo se tiene que adorar a Dios. Sus padres entendieron cómo hacerlo cuando Dios sustituyó los delantales cosidos con hojas de higuera con los que tapar su desnudez física pero no la vergüenza que les causaba su pecado. Tan pronto como percibieron que Dios se acercaba se escondieron tras los árboles del jardín. Dios sacrificó unos corderos y con las pieles tapó la desnudez de Adán y Eva. Estos corderos sacrificados por el mismo Dios simbolizan a Jesús el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Caín y Abel conocían qué tenían que hacer para acercarse al Creador que a la vez era su Salvador. Caín decidió hacerlo con una ofrenda del producto de la tierra (Génesis 4: 3). Esto es una muestra que desde la Caída el ser humano ha creído que le puede ofrecer a Dios algo que le ha costado sudor y esfuerzo. Piensa que puede comprar el favor de Dios. Abel, en cambio, entendió que sin derramamiento de sangre inocente uno no puede acercarse a Dios. Le ofreció de lo más lustroso de sus ovejas. “Y miró el Señor con agrado a Abel y a su ofrenda…pero no miró con complacencia a Caín y su ofrecimiento” (Génesis 4: 4, 5). Caín enojado por no haber complacido a (Dios “se levantó contra su hermano Abel, y lo mató” (v. 8). Ahora ya conocemos la causa básica de la existencia de los conflictos destructivos que nos salpican tan duramente.
“La gestión de conflictos es una disciplina desarrollada, estudiada y para la cual existen profesionales dedicados, especialistas e incluso catedráticos” (anónimo). La resolución de conflictos mediante disciplinas desarrolladas y estudiadas no consigue que la mona aunque se vista de seda, mona se quede.
Alguien refiriéndose a los negocios escribe: “Los conflictos destructivos arrasan las culturas corporativas y frustran la harmonía dentro de las corporaciones. Es un cáncer organizativo que no admite quimioterapia, sino la eliminación directa del tumor”. Este cáncer tiene un nombre: PECADO. La quimio que lo erradica del todo sin dejar rastro es la sangre de Jesús ya anunciada en el alborear de la historia con las pieles de las ovejas sacrificadas por el mismo Dios para cubrir con ellas la desnudez de Adán y Eva. El pecado contamina tanto en el aspecto individual como en el corporativo. La contaminación empieza por lo más cercano: La familia. Los esposos no se entienden y acaban separándose o divorciándose, lo cual causa un doloroso trauma familiar. Las relaciones de los padres con los hijos son tóxicas. Si abrimos la puerta del hogar y salimos a la calle nos encontramos con que las relaciones de los ciudadanos entre ellos dejan mucho que desear: Contenedores quemados, suciedad tercermundista, violencia y heridas con arma blanca, asedios sexuales y violaciones en manada. La lista se hace interminable. Si abandonamos la calle y nos adentramos en las instituciones públicas encontramos ineficacia, burocracia excesiva, corrupción a pesar de que los encausados prometen que si vuelven a gobernar acabarán con todo ello. Si saltamos a las relaciones internacionales descubrimos una violencia temeraria que puede llevarnos delas pequeñas querellas locales a una guerra global que puede llevarnos a una grandiosa catástrofe. El pecado ha convertido en una metástasis incurable.
Ante tantas relaciones tóxicas buscamos respuestas y soluciones que no encontramos. Nos refugiamos en los valores que nos ofrece la Filosofía que no ayudan. Al inicio de este escrito me he referido al hecho histórico de la existencia de Adán y de su desobediencia a Dios, lo cual ha producido unas consecuencias cósmicas indeseables que perdurarán hasta el fin del tiempo. Una de las consecuencias de la Caída de Adán inducida por Satanás es el desmedido odio hacia Dios al que se le culpa de todos los males que nos hacen sufrir. Satanás ha conseguido apartar nuestra atención de él para desviarla hacía los grupos de diablos que armados de tridentes y de aspecto burlesco amenizan los pasacalles de las fiestas de los pueblos.
El diablo popular no es el verdadero Satanás que se disfraza de ángel de luz para ocultar su rostro feroz y sanguinario y así engañar a los hombres que se hacen corresponsables con él de todos los desmanes que se cometen. Sí, he escrito corresponsables porque a pesar que somos engañados, el libre albedrio con que nos ha dotado el Creador nos proporciona la voluntad de poder escoger entre el bien y el mal. Pero nuestra condición espiritual corrompida por el pecado nos induce a escoger el mal. No cometamos el error que cometió Adán cuando le preguntó: “¿Has comido del árbol que yo te mandé no comieses?” Su responsabilidad la hace recaer en Eva cuando les responde: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. A Eva le preguntó: ¿Qué has hecho? Recibe por respuesta: “La serpiente me engaño, y comí” (Génesis 3: 12, 13). Así continuaremos traspasando responsabilidades de los unos a los otros hasta que por la gracia de Dios la luz de Cristo alumbre nuestros corazones y nos haga ver la magnitud de nuestro pecado, lo cual nos impulsará a pedirle a Cristo: “Ten piedad de mí que soy pecador”.
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