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El amor hasta el final

La libertad profunda, esa libertad tejida de alegría y seguridad, viene de la confianza en Dios
Llucià Pou Sabaté
viernes, 12 de abril de 2024, 10:00 h (CET)

Leí hace tiempo de una niña llamada Liz. Sufría una extraña enfermedad; la única posibilidad de recuperarse era recibir una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, que había sobrevivido milagrosamente a esa extraña dolencia y que había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al hermanito, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a la hermana. Él dudó un poco, y respondió "si, lo haré si esto salva a Liz". Cuando le hacían la transfusión, sonreía mientras veía recuperar el color de la cara a la hermanita querida. Entonces la cara del niño se puso pálida, y dejó de reír. Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: "¿a qué hora empezaré a morirme?" Siendo sólo un niño, no había entendido al doctor. Había pensado que le daba toda la sangre a la hermana, y sin embargo lo había hecho. Eso sí que es amar.

   

Pienso que el contexto de sacrificio vicario que había hace dos milenios, las fuerzas atávicas del chivo expiatorio, la tradición de ofrecer el primogénito recogida en Abraham y tantos aspectos cultuales que giran en torno al sacrificio de Jesús, hoy no están en la cultura actual, en el contexto de nuestra evolución histórica. Pero permanece siempre el amor que es más fuerte que la muerte, el “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Es un amor por encima de todo, que el personalismo ha recogido últimamente, mostrándonos nuestra capacidad de vivir en comunión con los demás, de que estamos como en construcción y nuestra completitud se alcanza con el don sincero de sí.

   

El sacrificio de la Cruz de Jesús que hemos celebrado en la pascua es la máxima expresión de ese amor. El dolor, los sufrimientos de todo el mundo, quedan allí representados: Jesús ha querido tumbarse sobre la cruz para dar un sentido a todo el dolor, más allá de la cultura actual de bienestar resuena su  última palabra de resurrección, que une la vida y el amor. Ya que él, después de sufrir, resucitó para que nosotros también resucitáramos.

   

Quizá no se entienda en el contexto cultural actual la gran verdad de que tanto nos amó Dios, que nos dio a su hijo único, para que quienes crean en él no mueran sino que tengan la vida eterna. Pero siempre será esa prueba grandiosa de amor en la que Dios sale a nuestro encuentro, asume nuestras culpas,  y  por la cruz nos rescata de todo mal. Siempre permanecerá ese amor con pasión. Ante este misterio de Jesús que pasa por la cruz (con los brazos abiertos, como para decirnos que no quiere cerrarlos, que está siempre esperándonos para acogernos con un abrazo), que resucita por nosotros, que se hace pan eucarístico, que nos da su Espíritu Santo, no puedo menos que inclinar mi pobre inteligencia que no entiende, pero que se abre a esa sabiduría y ese amor encarnado.

   

¿El ser humano necesitaba salvación? Sin duda, con frecuencia estamos atrapados en nuestras propias redes: “En-si-mismados. Y este ensimismamiento es una cárcel, una prisión; quedamos presos de nosotros mismos; y en nuestro calabozo aparecen sombras y fantasmas. Aparece el miedo. En ese estado no vivimos, nuestra libertad agoniza, como en una prisión. Pero nuestra alma se eleva por encima de todo esto, al abandonarse en esa fuerza de lo alto, está ya despreocupada; resuelta...

   

Ante el amor pascual, la paz que supera esta condición oscilante de la naturaleza, ya no nos asustamos ante la incertidumbre de la muerte, ni nos alarmamos por las inestabilidades de la vida, pues el poder total no está en las fuerzas atávicas oscuras, sino que nace en nosotros una luz, una libertad completa que nos libera de la encerrona del “yo” y nos abre al amor a los demás. La libertad profunda, esa libertad tejida de alegría y seguridad, viene de esa confianza en Dios, en abrirnos al poder de «su misericordia».

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