Es habitual que los especialistas se resistan a trasladar conceptos entre disciplinas. Cada profesión tiene su ciudad prohibida, por lo que intentar el abordaje de los fenómenos sociales desde una perspectiva distinta es común que suscite la sensación de escandaloso delirio. En momentos complejos en el planeta (mi país, Argentina, exhibe ejemplos de sobra), los problemas se multiplican. Las teorías, ideas y prácticas políticas, puesto que somos humanos, no han evitado hasta ahora el fracaso de la razón. Guerras regionales, luchas partidarias; leyes y tratados internacionales incumplidos ferozmente, indigencia en un medio ambiente en peligro constante y otros desastres no solo ecológicos dan cuenta de ello. El efecto, la falta de esperanza y renovadas dudas sobre el malestar general… El Derecho y la Ciencia Política han demostrado ralentizada eficacia frente a estos males pese a que las instituciones sobreabundan y la normatividad rige en su dimensión formal (esta se cumple sólo en un plano que no alcanza a simbólico). La Filosofía, sin embargo, está dando pasos agigantados hacia un nuevo giro que atienda como siempre al ser, la cognición y al lenguaje pero también a “personas no humanas”: pretende interpelar al antropocentrismo egoísta y soberano. En Argentina, con el caso Sandra, somos pioneros jurídicamente en la protección de algunas especies de la fauna.
Ahora bien, cuando un país, pese a su ideario y prestigiosa intelectualidad, repite errores descomunales que ponen en vilo a poblaciones enteras y destruye la esperanza de sus futuras generaciones, el sentido común impone preguntarse: ¿la causa de estos males se debe sólo a la corrupción y a la omnipotencia irracional de sus gobernantes? ¿El cambio abrupto de modelo, un Estado burocrático gastador son los responsables de esta tragedia? ¿Se trata tal decadencia tan sólo del viejo paradigma del poder y sus esclavos o debería profundizarse un poco más en el estudio del comportamiento de una sociedad civil que vota pero se manifiesta en la calle, que golpea cacerolas y reniega del otro; que participa activamente con berrinches rabiosos en las redes al tiempo que acepta sin chistar cuanto mandato engañoso le es dado por la publicidad durante las campañas electorales? ¿Es todo ideología? La sociedad no se compone de voluntades que se suman, ni siquiera se reduce a la intersubjetividad del sujeto, que adquiere, en cambio, una nueva identidad en el grupo con el que convive. No reconocerlo sería de una necedad extrema. (La fenomenología detecta, cuanto menos, los conflictos y las tensiones que otros no quieren ver.)
Guste o no, algunas patologías subjetivas se transforman a menudo en colectivas. Esto se podría comprender, si “la Ciencia” (los “cientistas”) sacudieran su sempiterno prejuicio consistente en considerar que todo lo conocen y resuelven conforme su prolijo ojo sistémico… El sujeto-en-masa sobrevive, agitado, en las autocracias. Crea una nueva, uniforme identidad, es cierto. Pero los ciudadanos de a pie en las repúblicas votan, a veces con escasa racionalidad: “analizan” la realidad mediante etiquetas impuestas por la propaganda. Incluso, algunos creen que piensan y lo único que hacen es repetir la consigna estúpida o malintencionada de los demás.
El sadismo, la histeria y el masoquismo fueron estudiados tempranamente por Sigmund Freud; después, por Jacques Lacan. A Freud lo había asombrado Dora, su primera paciente histérica: había algo que no alcanzaba a descifrar y sobrepasaba sus conocimientos de entonces. Dora fue derivada... La histeria suele enseñar más allá de su tendencia al sometimiento: es creadora y dinámica, rebelde. Dejando a salvo las diferencias clínicas entre ambos Psicoanalistas (respecto de la configuración y tratamiento de las neurosis, perversiones y psicosis), se puede decir que el histérico siempre se sustrae del placer para mantener una permanente insatisfacción que lo “estabiliza”. Suele fragmentarse, la conversión caracteriza su “estilo” (anorexias, epilepsias; grandes artistas padecen de esta neurosis). El sádico y el masoquista necesitan instalarse, por el contrario, en el dolor. El histérico rehúye de lo real y vive su imaginario para no alcanzar nada de lo que idealiza, va tras su zanahoria. Al sádico y al masoquista les es imprescindible comprobar el dolor del otro o el propio. El sádico dirige su pulsión hacia fuera; el masoquista, a su cuerpo. Es el padecer lo que importa en estas patologías. En uno, el provocarlo y en el otro, el sufrirlo. El masoquista puede incluso desplazar su enfermedad psíquica por el síntoma físico: se alivia al sustituir un sufrimiento por otro, y si este es mortal, siente que cumplió su mandato a pleno... Su “estilo” lo constituye el padecimiento, canta un prolongado bolero. Enfermedades psicogénicas todas, de difícil superación. El histérico y el masoquista se boicotean, inspirados en la conocida frase “parece mentira que se tire un tiro en su propio pie”. Son enfermos que se sostienen en su enfermedad. Como Drácula, el sádico vive del dolor ajeno. Sin ello, se vaciaría de contenido.
Cuando un país posee recursos naturales (in)agotables, genera científicos, artistas e intelectuales que obtienen premios y admiración, no solo entre pares, pero su población padece humillaciones casi históricas, la pregunta que impone el sentido común: ¿nuestro pasado y presente colectivos no nos deberían responsabilizar como partícipes singulares de la tragedia? Desde el uno-a-uno: la unidad social primera se constituye con el sujeto, su familia, su entorno. Por tanto, ¿necesitamos los adultos, ciudadanos de a pie, del ejemplo de políticos y economistas, gobernantes y poderosos para contribuir a la patria pagando nuestros impuestos y generando trabajo y riqueza? ¿Somos una sociedad civil que “consume” la república como si fuera una mercancía abstracta, retórica y declamada, en lugar de revalorarla cotidianamente? El voto en las democracias es una herramienta imprescindible. Pero si quienes participan en las urnas aceptan continuar en la sociedad civil, escindidos y entrampados en eternas grietas como si vivieran tras una inacabada trinchera, huyendo de sus deberes cívicos y morales tan campantes, sepamos que la responsabilidad no será sólo del Estado y de los gobiernos sino asimismo, de la “insistente” ceguera de la ciudadanía.
Escribe Hans- Georg Gadamer, “hay que guardarse de las construcciones sistemáticas y de ver sistemas por todas partes, aun donde no los hay. Para esto sirve la hermenéutica”. En una palabra, sería auspicioso dejar de esconder los problemas sociales y políticos tras los únicos bastidores de lo “macro”. Cada ciudadano de a pie debería atender su patología, evitando prejuicios y emotividades innecesarias en vez de proyectar sus neurosis y zonas sombrías a los otros. Se sustraería, así, de la propaganda y de los fanatismos que desgarran, pensaría por sí mismo. La sociedad no tiene ocasión de concurrir, desde luego, a ningún diván. Pero esto no la exime de causalidad en la comisión de errores garrafales que se repiten incondicionalmente durante siglos. Los hechos no suceden de la nada, ni por lo regional, la mala suerte, ni sólo debido a la corrupción e ineficacia en las instituciones: a los gobiernos, tanto como en la sociedad civil, los habitan y gestionan sujetos, personas humanas...
Bienvenido sea el coraje de bucear al detalle, evitando los consabidos pensamientos mágicos generados por el desespero de creer que los políticos y las organizaciones sociales son redentoras en lugar de servidores públicos.
|