Recuerdo con nostalgia la época en la que uno terminaba sus estudios universitarios y metía de lleno la cabeza en el mundo laboral. Ya no había marchas atrás. Se terminaron para siempre esos años de universitario, nunca más ya repetibles. Las conversaciones sobre cultura, sobre política, sobre música. Los exámenes, los espacios de relajamiento en la pradera de césped recién cortado que rodeaba la Facultad, los vinos en Argüelles, las copas en Malasaña, el tonteo de una esperanzada libertad sexual con mujeres con ganas de conocer y ser conocidas. Todo eso, de repente, como en la mirada cercana a un precipicio, se acabó. De ahí se pasó al entretejido laboral del que ya no se saldría nunca.
Sin embargo, todos nos resistimos a que ese cambio fuera tan abrupto y falto de pasión. Algunos de los estudiantes, amantes del fútbol, seguimos quedando para echarnos, con cierta puntualidad, un partidito todos los jueves por la tarde noche. Era quizá una manera de seguir sabiendo el uno del otro y mantener aún vivo ese vínculo universitario que nos había unido durante cinco años. Algunos de nuestros amigos se fueron descolgando de la cita pues iban surgiendo otros compromisos, generalmente sexuales, y otros, amigos de los amigos, se iban incorporando para ser el número suficiente para poder celebrar la pachanga.
El caso es que uno de aquellos aspirantes a pasar un buen rato tras la pelota, amigo de un amigo, se personó un día con una teoría de la cual nos hizo partícipe antes del partido. El tipo, al que solíamos llamar Johnny, era una tanto suigéneris. Individuo de buena familia acomodada y aburguesada gracias a negocios varios de consultoría, al terminar la carrera se tomó un año sabático. Se compró una Harley Davison y un sello con su nombre. Se dedicó a recorrer España. Todos y cada uno de los pueblos limítrofes y costeros. A vivir la vida. A emborracharse, a bailar, a conversar y a follar con la mujer que se prestara a ello, a quién, con su consentimiento, después de hacer el acto sexual con ella, le imprimía el sello que llevaba consigo en las nalgas, a modo de posesión y de recuerdo.
Pues bien, este tipo tan curioso que empezó a compartir ratos de fútbol con nosotros, un buen día llegó a la cancha y ni harto ni perezoso nos reunió antes del inicio del partido y nos dijo: «Chicos, hoy he hecho en la empresa una prueba de inercia». He de puntualizar que, tras su recorrido por el litoral español, la familia le insistió en que debía ponerse a trabajar y tras buscarle un hueco le asignaron el puesto de director de Recursos Humanos. «Sí. Hoy he hecho en la empresa una prueba de inercia. ¿Y eso que es Johnny? Pues muy fácil, una prueba del estado de salud de la empresa. He llegado. He entrado al despacho. He cerrado la puerta. He bajado las persianas. He apagado el flexo. Lo he dejado todo en total oscuridad. He puesto los pies encima de la mesa. He reclinado el sillón, y me he echado a dormir las ocho horas laborales».
—No me lo puedo creer Johnny. Eso es que te has echado a dormir la mona.
— ¡Qué no, que no! Es una técnica nueva para medir la salud de la empresa.
—Ya. ¿Y qué has sacado en claro?
Johnny, solícito él, inflado como un pavo real, al ver que había conseguido concentrar la mirada de todos los que allí nos encontrábamos y que lejos de pensar en iniciar el partido, deseábamos, primeramente, saber sus conclusiones, tomó pose de erudito y dijo:
—Pues no los vais a creer, pero la conclusión es que la empresa goza de gran fortaleza. Tras terminar la jornada laboral, levantar las persianas y encender las luces he comprobado que todo había seguido funcionando correctamente. Todos los empleados habían hecho su trabajo. La máquina está perfectamente engranada.
Atónitos ante sus explicaciones de experimentado director de Recursos Humanos, uno de los asistentes al partido, que en breve iba a dar comienzo, contestó:
—Johnny, ¿no será que el que sobras eres tú?
Y la pelota echó a rodar.
Casi veinticinco años después de aquello, acabo de ver en la prensa que nuestro egregio presidente de la nación, Pedro Sánchez, acaba de escribir una carta a la ciudadanía en la que declara sentirse indispuesto. Que necesita cinco días para reflexionar. Nada más y nada menos que cinco días. Ni tan siquiera una jornada laboral como Johnny, nuestro amigo, el hijo de papá, director de Recursos Humanos.
Nuestro presidente se ha tomado cinco días de asueto para decirnos si sigue o si hace los bártulos. Pues bien, he visto que todo sigue igual. El autónomo sigue sacando adelante su empresa a pesar de ser crucificado en impuestos. El funcionario sigue fichando en cada entrada y salida y asumiendo riesgos y labores que no le competen. Los panaderos siguen abriendo a la misma hora. Los mecánicos se siguen manchando las manos de grasa igualmente. Los albañiles suben al andamio y mezclan el cemento con las herramientas. Los jardineros podan los árboles podridos. Los oficinistas siguen aguantando a su jefe de rictus agrio y gris. Las eléctricas siguen ganando más beneficios que nunca, y de la mano suya los bancos. Los políticos estafadores se auto indultan y hacen leyes para la horma de sus zapatos. Los jóvenes siguen sin poder aspirar a una jodida vivienda… Todo sigue igual, con la diferencia exclusiva de que, ahora, además, nuestro presidente ha puesto de moda el ser fijo discontinuo.
Espejito, espejito, dime si debo seguir o no al frente de la nación. Cinco días de relax para demostrar que, quizá, Johnny, ¿el que sobra eres tú?
Una frase de Marco Aurelio, ese último gran emperador estoico, me viene a la mente: «Soporta el trabajo y el dolor, no como si fueras desgraciado, ni como si quisieras que te compadecieran o te admiraran. La sabiduría social lo requiere».
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