En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos. Se instituiría, así, la posibilidad de sectas laicas, y en ese contexto se acuñó el adjetivo “sectario”. En principio, se considera que una secta puede surgir como desviación respecto a un grupo religioso o ideológico originario. Algunas de ellas evolucionan hasta convertirse en religiones o ideologías establecidas, como habría sido el caso del cristianismo en sus orígenes. No obstante, el término puede ser controvertido, y subjetivo en su apreciación, pues lo que unos consideran secta, pueden otros verlo como ejercicio de la libertad de creencia o de pensamiento.
En relación con ello, habría que analizar las características que se atribuyen a las sectas: adhesión al grupo y al líder, dependencia económica y otras. En todo caso, sus adeptos parecen, en general, ignorar que lo son y de ahí la dificultad para desentrañar la naturaleza de las mismas. Se trata, en principio, de pequeños grupos que tienden a vivir aislados del resto. Mas, ¿sería factible la existencia de una formada por millones de acólitos?
Se puede argumentar que ya no se trataría de una secta, sino de una religión o de una ideología extendida. Pero hay ejemplos, como fue el caso de los anabaptistas, surgidos en el contexto de la reforma protestante, y que se multiplicaron en número hasta constituir un movimiento amplio. Se podrían citar otras observancias derivadas del luteranismo o del calvinismo inicial, como presbiterianos o testigos de Jehová; asimismo, ofrece ejemplos el orbe laico, como muestra el caso de los partidos comunistas manados del poder bolchevique en Rusia y relacionados con la Komintern y el estalinismo. Nos ilustraría todo ello sobre la posibilidad de que movimientos políticos de amplitud pudieran haber funcionado como sectas, o lo fueran en cierta medida, incluso en sentido estricto.
Imaginemos la existencia de una de ellas, en forma de iglesia, partido político u organización que, en nuestro días, en España incluso, estuviera integrada por cientos de miles, e incluso millones, de adeptos, no siendo conscientes, en su mayoría, de su pertenencia ni tampoco, en gran medida, de la existencia de la secta misma. Se trataría de una gran masa de potenciales ciudadanos, obedientes sin crítica alguna a las emulsiones ideológicas o tácticas de su líder, con silencio o aquiescencia, y no solo por dependencia económica, sino por una suerte de sumisión del pensamiento. Insertada en el cuerpo político, en los medios de comunicación y en una parte mollar del tejido social, se convertiría en un peligroso azar para el bienestar del país, pues secta sería al fin y al cabo, con todos los efectos perniciosos de su condición, pero sin parecerlo. Tendríamos, por tanto, una modalidad de secta subrepticia, invisible, aunque presente y actuante, con el silencio y la obediencia como armas, además de una moral variable en función de los vaivenes del grupo y su gurú. Supongo que es solo un atisbo de pesadilla, una fabulación febril de quien suscribe. La sola posibilidad de que la misma pudiera tener algún viso de corporeizarse, de hacerse realidad, provocaría escalofríos en cualquier ciudadano consciente. Aunque insisto en que es pura fantasía del autor de estas líneas. O eso espero.
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