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Emociones

Se podrá mostrar un mundo perfecto en las apariencias colectivas, pero no servirá para librarnos de las viejas zozobras humanas que pueblan la realidad de cada día
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 31 de mayo de 2024, 10:41 h (CET)

Aunque criticada por su nivel de simplificación, la teoría del cerebro reptiliano, difundida por el neurólogo Paul D. MacLean en la década de 1960, se presenta atrayente para los legos en la materia, como es el caso de quien suscribe, pues nos retrotrae a otros esquematismos explicativos, verbigracia, el de infraestructura/superestructura. Se dispondría el cerebro humano, según esta teoría, mediante superposición de tres partes evolutivamente disímiles: el cerebro reptiliano (o cerebro primitivo), el sistema límbico y el neocórtex; el primero, la capa más antigua y elemental, controlaría las funciones instintivas y básicas para la supervivencia, como la respiración, el ritmo cardíaco y la agresión, o sea, las emociones. Y estas parecen desempeñar un papel determinante en nuestra conducta, ideas y razonamiento, hasta el punto de que se ha acuñado el sintagma “inteligencia emocional” que, con apariencia inicial de oxímoron de libro, se ha ido tornando casi en un mantra de la psicología.


Lo reptiliano, que parece atesorar cierta connotación peyorativa en la denominación, se refiere a la conducta impulsiva, o intuitiva, antagónica al raciocinio hipotético del neocórtex, posible sede del superego freudiano.  El caso es que las emociones poseen gran influjo sobre nuestras ideas, prejuicios y sentimientos; el odio, por ejemplo, aunque prohibido por ley en el presente, parece campear a sus anchas por todas las estancias de nuestro mundo.


La anunciada, y planetaria, buena nueva de este tiempo asemeja un paso atrás de las emociones en favor de la sinergia universal, impulsada en el relato de eso que se ha dado en denominar “buenismo”: ya no más xenofobia, ni racismo, ni odio, ni demás índoles propias del cerebro reptiliano, depuesto por un neocórtex global que, gobernando nuestro paso, nos hará felices.


Se trata, por una parte, de trocar las palabras, y el lenguaje, ya que no es posible cambiar los hechos,  y, por otra, de ir pergeñando la ordenación del gran hermano global. Se empieza a notar como en el orbe de los relatos oficiales de los gobiernos, y de sus medios afines, en la publicidad asimismo (plegadas las empresas a las imposiciones del gran poder), se percibe una realidad sin detalles, de la que se excluye todo aquello que desentona del discurso, bien por ocultación o bien por represión y empuje hacia una suerte de extrarradio ideológico y conductual no acorde con el empíreo de la nueva era.


Se va revelando un neocórtex, o tal vez superego, que regula lo colectivo y todo lo que, desde el punto de vista individual, se puede mostrar de manera tolerable. Es algo más que una entronización de la hipocresía. Como en tiempos de los buenos católicos de golpes de pecho y comunión diaria, algunos sin una mala palabra, pero también sin una buena acción, los acólitos de la nueva prédica laica se muestran inasequibles al desaliento.Se añade ahora el relato de un Comité de Salud Pública planetario, devenido en ejecutor de la racionalidad del córtex y en azote del cerebro reptiliano.


Todo el discurso relacionado con ello, que en teoría nos hará más felices, como en la distopía de Huxley, se refiere solo a las apariencias, fuera de las cuales, no tengo duda, continuarán su día a día las emociones, tanto las positivas como las funestas, así como el viejo cerebro,  pese a quien pese. 

Se podrá mostrar, como ya se hace, un mundo perfecto en las apariencias colectivas, pero no servirá ello para librarnos de las viejas zozobras humanas que pueblan la realidad  de cada día. No servirá el relato (dato mata relato) para obviar el sufrimiento, igual que un ladrillo caliente no quita el frío del invierno.

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