Philippe Claudel dedicó 12 años de su vida como profesor en prisiones. De la entrevista que Ima Sanchís le hace, extraigo algunas reflexiones que deseo compartir con el lector: “La cárcel es un reflejo del mundo”.
Philippe dice: “Cuando empecé a trabajar con presos se me abrieron los ojos sobre la complejidad de la naturaleza humana y de las trayectorias personales”. No es necesario trabajar con presos para uno darse cuenta de la complejidad de la naturaleza humana. Eso sí, se tiene que tener los ojos bien abiertos para observar el entorno sin prejuicios, lo cual no lleva a preguntarnos infinidad de veces: ¿Por qué esto?, ¿por qué aquello? El entorno nos afecta, pero no responde a las preguntas que nos formulamos.
Philippe descubre que los huéspedes que se alojan en las prisiones “no eran monstruos, eran como yo, a veces emprendemos un mal camino, hacemos malas elecciones y nos cuesta controlar nuestros impulsos”. La diferencia entre el encarcelamiento y la libertad se debe a que en la cárcel se concentran algunos de los que emprenden un mal camino y toman malas decisiones. En libertad tales personas están dispersas y quienes no han sido atrapados in fraganti pasan por ser por ser personas buenas y honorables. Es por ello que Jesús no se fiaba de las multitudes que le seguían “porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues sabía lo que había en el hombre” (Juan 2: 24, 25). Quienes nos encontramos fuera de la cárcel y sernos imposible saber qué hay en el hombre es por lo que con tanta frecuencia se nos toma el pelo.
Claudel descubre que dentro de la cárcel “había jóvenes de 18 años que habían asesinado a sus padres. La primera reacción era de estupefacción, antes de conocerlos, me los imaginaba como monstruos, pero una vez allí me parecían iguales a mis alumnos en la universidad”. Las personas nacidas de mujer y que no han nacido de nuevo por la fe en Jesús se comportan como espejos, al mirarnos en ellos no vemos a nosotros mismos. Es por ello que Jesús nos avisa para que no acusemos a estas personas y lo dice con la dureza de las palabras como lo hace: “¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo puedes decir a tu hermano: Hermano déjame sacar la paja que está en tu ojo, no mirando tú la viga que está en tu ojo: Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja en el ojo de tu hermano” (Lucas 6: 41, 42). Las personas, sin distinción de raza y de estatus social, descendemos de Adán y estando en él cuando pecó, pecamos con él. Si no entendemos que por naturaleza somos pecadores con la tendencia a hacer el mal nos pareceríamos a Philippe Claudel: “No entendemos qué es lo quees lo que les hubiese podido pasar para cometer aquellos actos horribles, parricidio, matricidio, eran personas inteligentes”. ¿Por qué personas inteligentes cometen actos horribles que van más allá de los que menciona Claudel, pederastia, trocear a los hijos para dañar al conyugue, ordenar, estando sentado en una cómoda butaca en un lujoso despacho, bombardear hospitales, escuelas, población civil, sin inmutarse? Esta pregunta obtendría respuesta si se prestase atención a lo que la Biblia dice sobre la condición humana.
La creación, este universo infinito que nos acercan los telescopios espaciales, se comporta como un libro abierto que nos habla de la existencia de Dios. No describe su personalidad, lo hace la Biblia. Este libro abre sus tapas cada amanecer cuando sale el sol para iluminar la grandiosidad de los espacios naturales que nos extasían. Llegada la noche, la oscuridad hace destacar el brillo de la infinidad de estrellas que pueblan el firmamento. El rey David, en su adolescencia pastoreaba las ovejas de su padre. Bien seguro que durante las vigilias veraniegas al contemplar el cielo estrellado le inspiró a escribir el salmo 8, en donde dice: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y al hijo del hombre para que lo visites?” (vv. 3, 4). El autor de la epístola a los Hebreos afirma: “Por la fe -que es regalo de Dios- entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11: 3). En vez de creer en Dios Autor de todo lo que existe, se reniega de Él y se atribuye su existencia a una causa fortuita azarosa. La incredulidad no es inocua, tiene sus consecuencias negativas en nuestro vivir diario.
“Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen, estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad, llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños, malignidades, murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Romanos 28-31).
La periodista que entrevista a Philippe Claudel, le pregunta. “¿Por qué cree que los hacían los terribles actos que comenta? El entrevistado responde: “Buscaban algún tipo de disculpa. A veces salía de la cárcel lleno de esperanza para la humanidad, y otras veces deprimido por la gravedad de algunos crímenes y la imposibilidad de encontrar una solución para que aquellas cosas no continuasen ocurriendo”.
Para el incrédulo la maldad humana no tiene solución. Para el cristiano sí que la tiene porque Cristo hace bueno el árbol malo, de manera que, a partir de la conversión a Cristo deja de dar malos frutos para empezar a darlos buenos. Cristo es la respuesta al problema de la maldad. La decisión es nuestra: O creemos en Él, o seguimos el camino que nos lleva a la situación en que nos encontramos.
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