En días preelectorales, pienso en Hamlet, personaje universal producto de la inventiva de Shakespeare, siendo, por otra parte, susceptible la obra que lo contiene de interpretaciones y significados varios. Entre los mismos, creo yo, no es poco importante el referido a las relaciones entre la Razón y el Poder, basada la primera en principios y fundamentado el segundo en un ámbito cuya única razón es el poder mismo.
Escribo sobre ello porque me parece estar viviendo un tiempo poco proclive a los dilemas morales profundos, postureos retóricos aparte, y escasamente dado a cualquier recelo relacionado con la conciencia, o al menos así se vislumbra desde nuestra ubicación como meros espectadores de lo que ocurre en las alturas del ordeno y mando. Y sospecho que desde esa atalaya se sigue a Maquiavelo más que al príncipe de Dinamarca. Ya se sabe que el Poder corrompe y el Poder absoluto corrompe absolutamente, o eso se decía en tiempos.
Afirmó Maquiavelo que “los hombres ofenden antes al que aman que al que temen” y bien que lo saben nuestros gerifaltes de ahora mismo, que nos muestran una mano de bondad y democracia, mientras que nos esconden la otra que, de cuando en cuando, sacan para aporrearnos de manera metafórica y, tal vez, real (demos tiempo al tiempo). Ejemplos notorios los hay en los últimos años para quien quiera verlos. Continuando con la cuestión, sentenció asimismo el italiano que “un príncipe nunca carece de razones legítimas para romper sus promesas”. Tal cual, y nada que añadir por lo evidente de la frase. También subrayó que “la política no tiene relación con la moral”. De ello contamos con alumnos aventajados en el mundo, en Europa y, sobre todo, en esta España nuestra, en la que, caso de emular a Hamlet en su monólogo, la pregunta retórica no trataría sobre el Ser sino sobre el estar, pues, llegados a este punto, si se lee a Maquiavelo, lo curioso no es tanto que El Príncipe (no el de Dinamarca, el otro) sea libro de cabecera de quienes nos mandan, sino la evidente asunción de sus principios por una parte de los ciudadanos, devenidos en súbditos de manera progresiva, según se va acatando, de forma colectiva, y aplaudiendo al mismo tiempo, lo indicado por cada uno de los artífices de nuestra perdición, incluyendo las veredas diseñadas para alejarnos de la libertad. Parece una tendencia global, con especial incidencia en esta piel de toro, aunque a la actitud citada no se le halla relación con ninguna idiosincrasia propia de los carpetovetónicos, sino con la decadencia de lo que fuimos, no solo en España, sino en el orbe occidental todo. Desterrado Hamlet de nuestras cuitas, solo Maquiavelo es guía de actuación: empezaremos a temerlos, a quienes rigen nuestros destinos, pues eso pretenden, y, desentendidos de cualquier promesa, irán a más en la planificación de sus designios.
No puede el hombre libre, o aspirante a serlo, tener condescendencia con ningún tipo de poder y es preciso practicar una especie de ateísmo respecto a ello. No podemos creer, quienes transitamos a pie, que hay algún poder que nos ama o que desea nuestro bienestar. Es posible que, en casos extremos, si no queda otra, tengamos que elegir, como es el caso de estos días, la opción menos mala, que no buena, pero no olvidemos que el Poder benéfico no existe ni existirá, y hemos de ser desconfiados, sobre todo, con los heraldos anunciadores de edenes futuros, que se tornarán pesadillas si nos dejamos embaucar. Solo la libertad engendra más libertad y solo la esclavitud es gratis. Tengámoslo en cuenta.
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