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Aprender a educar

Ser un buen educador es una de las áreas más nobles que existen y una de las más difíciles de realizar
Octavi Pereña
lunes, 17 de junio de 2024, 09:24 h (CET)

Le educación de los hijos comienza en los padres que tienen que aprender a gestionar el narcisismo que llevan dentro. El sicoanalista José Ramón Ubieto destaca que “un padre perfecto es lo peor que le puede pasar. Es la garantía de un trastorno mental porque no puede estar nunca a su altura y esto le provocará problemas de autoestima y dificultades”. El narcisismo trastorna el concepto correcto que un padre y una madre tienen que tener de sí mismos. Refiriéndose a los hijos trasladará en ellos un engreimiento que perturbará las buenas relaciones con sus compañeros. 


Ni el padre, ni la madre, perfectos existen. Reconocer esta realidad descabalga el narcisismo del pedestal y abre los ojos a ver la realidad. Es cierto que Jesús nos dice: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo  5: 48). “Sed” implica que la perfección todavía no se ha alcanzado, que la buscamos. Se conseguirá en el futuro, cuando la pequeñez en que nos ha convertido el pecado será transformada en perfección en el momento en que la victoria que Jesús consiguió sobre Satanás con su muerte en la cruz y resurrección la habrá totalmente alcanzado  en el día de la resurrección de los muertos cuando Jesús glorioso venga a buscar a su pueblo. Este reconocimiento nos enseñará a ser humildes. La humildad es la característica ética que tiene que destacarse en los padres a la hora de educar a sus hijos porque borra del corazón el concepto “hijo 10”, porque buscar al hijo perfecto asfixia y, ser el padre o la madre “perfecto” “ocasiona mucho estrés, decepción y culpa si no se consigue” (Cristina Gutiérrez).


Aprended a educar a los hijos no lo consigue la lectura de libros que tratan el tema. No es cuestión de tener la mente saturada de buenos consejos que son impracticables. Esta dificultad me lleva a recordar  las palabras que se atribuyen al filósofo griego Diógenes que dijo al rey Alejandro el Grande cuando éste viendo al sabio que  iba por la calle bajo un sol abrasador  con un candil encendido: “¿Por qué vas con el candil encendido? El ilustrado le respondió: “Busco un hombre”. Por la calle transitaban muchos hombres. Diógenes no buscaba un hombre cualquiera. Deseaba encontrar un hombre con una ética a prueba de bombas. ¿Dónde pensaba encontrarle? Es como buscar una aguja en un pajar. Dada la condición humana padres inmaculados no existen. Ante el dilema nos preguntamos: Los padres que buscamos, ¿nacen o se hacen? Por nacimiento natural, todos sin excepción, nacemos siendo hijos del diablo y en consecuencia inclinados al mal. Debida a tal filiación no debería extrañarnos que el “síndrome de la familia perfecta sea tan predominante en los padres. Este síndrome universal es la consecuencia del narcisismo que llevamos dentro.


Los padres perfectos que quieren que sus hijos sean tan perfectos como ellos los someten a una presión tan fuerte que es como poner sobre sus espaldas una piedra tan pesada que cuando llegan a la adolescencia, “no pueden soportarlo, den el futbol o los estudios, tienen comportamientos disruptivos  hasta que se derrumba el castillo de cartas y este plan tan perfecto que tenían los padres, no entienden qué pasa” (Cristina Gutiérrez).


El antídoto contra el narcisismo desgarrador es la humildad. Si por nacimiento natural los padres quieren ser “el número 1” en todo y esta excelencia se traspasa en los hijos, el desastre es para ambos. Es indispensable deshacerse del narcisismo frustrante. El remedio a tal enfermedad es la humildad que se menosprecia por considerarla degradante por oponerse al “hombre alfa” que consigue todo lo que se propone al precio de dañar  su salud y amagar el fracaso con el consumo de bebidas vigorizantes, hoy tan de moda, drogas, alcohol, antiestresantes, antidepresivos y otros estimulantes legales. Como personas son un desastre. Malviven y hacen malvivir a sus allegados, conyugues, amigos…


La humildad que se descarta no es síntoma de debilidad sino de poder. La Persona que ha encarnado la humildad en su máxima expresión ha sido Jesús y no puede decirse de Él que fuese un fracasado. Los milagros portentosos que realizó no fueron obra de un impotente. Incluso estando clavado en la cruz y sus enemigos se mofaban de Él, diciéndole: “Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas,  sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mateo 27: 40). Sus amigos lo descendieron de la cruz muerto. Al tercer día  resucitó venciendo a la muerte y dando vida eterna a quienes creen en Él. Su obra que comenzó con un pequeño grupo de pueblerinos se ha convertido en una bola gigante de nieve que cubre toda la Tierra. La humildad de Jesús es señal de poder. La humildad no presume, obra; no hace ruido, pero deja huella.


¿Qué dice Jesús a quienes se consideran ser “número 1”, que desean que se les reciba como triunfadores? A estas personas vanidosas que pretenden conquistar el mundo, Jesús les dice. “venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y halaréis descanso  para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11: 28-30).


Los padres que se encuentran en la etapa de tener que educar  a sus hijos y encuentran que esta tarea es difícil y fatigosa, no os avergoncéis de tener que admitir que necesitáis la humildad que encarna Jesús porque os dará la fuerza sin necesidad de tener que tirar la toalla. Al mismo tempo os dará la sabiduría para acercaros a vuestros hijos que marcados por la rebeldía no admiten corrección. “Venid a mí” os dice Jesús a vosotros padres que estáis desalentados porque yo estaré siempre a vuestro lado para daros el aliento que necesitáis en todo momento.

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