Hablemos de élites. El término atesora, en parte, el viejo concepto de aristocracia, evolucionado ahora, si tomamos la palabra en sentido estricto, desde aquella nobleza estamental y jurídica a otra que no depende tanto de la sangre como del mérito. Al menos, eso creíamos los hombres y mujeres a los que nos ha tocado transitar el tiempo a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI.
Hasta no hace mucho, enjuiciaba yo, al igual que muchos otros, a la élite como noción meritocrática e integrada por aquellos individuos dotados para dirigir e impulsar a nuestras sociedades políticas por el camino del progreso bien entendido. No había trampa ni cartón y así lo pensábamos. Pero siempre el mundo, el nuestro al menos, está sujeto a cambio. Las élites han mutado, en cuanto a noción, desde aquella minoría ligada al mérito a otra nociva y oculta, muy citada en los últimos años, así como bien delimitada por los amigos de la teoría conspirativa, primero, y, poco a poco, incorporada al lenguaje que adorna cualquier pensamiento crítico, sea del signo que sea.
Se podría aseverar que hemos pasado de una élite óntica, física, perceptible e identificable, a otra de naturaleza ontológica, inefable y temida, noción oscura e indistinta desprovista de plasmación física concreta.
Lo mismo ocurre con los líderes, que concebíamos anteriormente como muestra de esa élite unívoca que imaginábamos antes de todo esto. Es por ello que, hasta no hace tanto, ayer mismo, percibíamos líderes ónticos, como fueron dioses ónticos los del politeísmo griego y romano, con sus pasiones de seres particulares y tangibles, aunque dotados del privilegio de la inmortalidad. Podían ser más o menos creíbles, los líderes y los dioses, capaces de provocar de inducir sensaciones y vibraciones de distinto signo, pero, y me refiero ahora a los líderes, se ofrecían físicos y reales, originados en personas reales que accedían a la condición de miembros del Olimpo político en un momento dado, sin desprenderse del ser humano que habían sido.
No tengo esa misma impresión con los líderes de hoy. Al igual que la élite, que se ha vuelto imprecisa y atesora valores negativos, asimismo esos líderes, emanados en parte de la globalización, se asemejan más bien al dios de cualquier monoteísmo, ontológico y abstracto y, de este modo, se despersonalizan y acaban por encarnar tendencias e índoles inducidas desde arriba más que ideas y propuestas surgidas desde abajo. Caminan, por los derroteros del poder, desembarazados de su origen humano, como si abandonaran su cuerpo anterior al ingresar en el Olimpo, hasta el punto de que, ya que se habla últimamente de transhumanismo, este sí parece incorporarse a la metamorfosis de estos guías ontológicos, que carecen, salvo contadas excepciones, de imagen concreta y actúan como vectores de ideas y decisiones que les trascienden. Tal vez por eso no entendemos sus providencias ni las doctrinas de las que dicen participar, si es que son propiamente doctrinas.
Creía uno que los líderes eran reflejo del pueblo, no solo como representación jurídico-política sustentada en el sufragio, sino por brotar, físicamente, de ese mismo pueblo. Pero igual eso servía, o sirve aún, para los dirigentes ónticos, pues, una vez que van derivando a ontológicos, se pierde el nexo y la posibilidad de relación y entendimiento. Aprovechemos mientras podamos porque la metamorfosis se está acelerando.
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