No cuenta como memoria, en sentido estricto, y a juicio de quien suscribe, la ciencia historiográfica, pues se trata de una reconstrucción intelectual de los hechos y procesos del pasado. Y aunque una y la otra, memoria e historiografía, sean conceptos más análogos que unívocos, alcanzamos a diferenciarlas, al menos si partimos de las acepciones utilizadas en relación con lo que aquí tratamos.
Relata Umberto Eco, en “La misteriosa llama de la reina Loana” (2004), la amnesia, tras accidente, de un hombre maduro que recupera su recuerdo, no de manera personal, sino a través de revistas, viejos comics y objetos que le conducen a una evocación colectiva que él hace suya, pues utiliza como inductores de esa reconstrucción dichos documentos familiares almacenados en una casa familiar de verano.
No lo creo posible. La memoria es siempre subjetiva y, por ende, emocional; puedo conocer hechos del pasado, al igual que el ciudadano amnésico de la novela los iba recopilando poco a poco mediante lecturas o fotografías, pero se trata de una creación intelectiva, no de un acto de evocación.
Los documentos o legajos que forman los fondos de archivos y otros depósitos del pasado no constituyen, creo yo, memoria, sino pruebas o vestigios clasificados y ordenados para facilitar la investigación del mundo pretérito. A partir de ello, tampoco los estudios de los historiadores son memoria, sino rehechuras más o menos científicas, pues conocemos las limitaciones de la Historiografía para pasar de la metodología beta a la alfa, por seguir la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno; en resumen, le cuesta a esta ciencia alejarse de la contaminación ideológica, política o puramente subjetiva. Sea como sea, se trata de explicar el pasado, se supone que, de manera objetiva, esto es, trascendiendo la evocación parcial de cada sujeto. Y aquí sí que resulta plausible su consideración, la de la ciencia histórica, como noción unívoca.
En cuanto a la memoria, es mera recordación individual, sujeta a las restricciones de toda reminiscencia, bien conocidas por quienes trabajan con testigos en el campo policial o judicial; no somos robots, ni grabadoras, y entre los hechos y nosotros funciona la percepción, condicionada por elementos emocionales, y manipulada a posteriori, con el paso del tiempo, a partir de esos mismos elementos, como muestran algunos trabajos sobre el tema; busque quien esté interesado información sobre los sesgos cognitivos. Si nos centramos en esta memoria no adjetivada, atesora asimismo una significación unívoca.
No parece serio, por otro lado, defender la existencia de una memoria colectiva, cosmovisiones místicas aparte, salvo que así denominemos a relatos creados ad hoc para el buen control del pensamiento o para el impulso del grupo, del partido o de la Nación. Al fin y al cabo, la Historiografía, originada en las crónicas, nació como suministradora de relatos de aceptación generalizada.
Y se alcanza la cima de lo irrazonable si, además, aderezamos el invento con algún que otro adjetivo, verbigracia, “democrática”, en anacoluto inasumible o tal vez sinestesia conceptual, pues la dialéctica democrático/no democrático carece de correspondencia alguna con el puro discurrir de la remembranza, perteneciente a otro orden de cosas.
A pesar de ello, saben bien los amigos de los adjetivos que todo cuela si el relato es consistente. Y de eso se trata, de imponer uno, el que sea, como versión de cada hecho o momento que, además, una vez establecido, se hace inamovible, invariable en su contenido, aunque surjan datos concretos que lo contradigan. Y a ello se tiende, de manera acrítica. Suele ocurrir cuando la ciencia deviene en escolástica. Veremos si estas cosas se imponen para siempre o si, en algún momento, el raciocinio y el sentido común vuelven por sus fueros y, como mínimo, hacen resurgir una cierta dosis de debate. El tiempo lo dirá.
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