caer , pero esta vez sin el revólver cargado encima de la mesa de noche, a pesar del infierno que nos espera. Las grandes ciudades comienzan a avanzar inexorablemente sobre las regiones más íntimas del ser como el gran circo que se origina a inicios de la Revolución Industrial, experimentando de cerca los cambios del nuevo orden social, donde las metrópolis toman el centro de vida de las sociedades y arrastran a la periferia del sistema social, cultural y humano al campo. Donde las formas de vida tradicionales comienzan a transformarse a causa de los avances de la economía de mercado y del estado moderno.
La ciudad, como un animal invisible insaciable, se convierte a la par en un gran espectáculo circense que en parte asume un nuevo estatus, donde la tradición, a menudo de carácter religioso, dominaba el orden natural de las cosas, reafirmando la escisión entre el espectáculo y el público, seccionando el cordón umbilical entre el dogma -la doctrina- y la fe -el compromiso de aceptación del acto litúrgico representado como forma de vida-. Hecho que ya era habitual en algunas actividades de entretenimiento tradicional en las ciudades, como el teatro, pero que sin embargo no existía como parte del acervo popular en las fiestas de los asentamientos poblacionales rurales, que seguían manteniendo la institución eclesiástica y espiritual como parte del bien patrimonial común.
Una de las claves del éxito que hacen aumentar el paradigma del circo como espectáculo y representación del mundo es su singularidad, que emana en un momento histórico donde las comunidades, las regiones y los países se vieron obligados a aceptar la realidad exterior que suponía integrarse en un sistema económico determinado, que ampliaba su visión social, cultural y geográfica. Donde en cierta manera los secretos de los más vastos confines del mundo se abrían paso en un reducido recinto y apelaba a la vigorosidad y vitalidad de la necesidad de creer que todos pertenecíamos a ese mundo, en el que las grandes fieras y los hombres desafían a las leyes de la naturaleza y que, por lo tanto, dentro de su imaginario colectivo, poseían poderes sobrenaturales. Así es como aparecen los artistas circenses ante la fiel mirada de los espectadores, como el único grupo humano que conocía en toda su extensión el vasto imperio del dolor que empezaba abrirse ante los ojos de la humano.
I poblábamos el triunfo de la derrota entre los ojos -no todo está perdido, mientras sea la luz quien te advierta o sea Georgia quien suene al fondo de una habitación- con el afán acuciante de encontrar la verdad, seríamos capaces de tomar la mano izquierda de Gotthold Ephraim, aunque estuviese completamente convencido de nuestra eterna equivocación, aunque estuviésemos ocultos en el infierno fuera de la vista de todos para transgredir la única prohibición: ser ; amar, sin discusión, porque si no fuese así, sería mentir dos veces; proclamar el teorema de la conformidad sobre tu piel, mientras desciframos el ritmo suicida de tu voz sobre ya caídos tejados. buscábamos una casa -disculpad, mejor dicho- un hogar o un hueco en el interior de la tierra donde poblar -Back down on my knees- : aún no estábamos muertos y lo sabíamos.
Juan Pedro Viqueira aseveraba, en Notas para una antropología histórica del circo moderno, que esa exaltación de las capacidades del hombre para dominar a la naturaleza, el circo parece expresar los ideales de la sociedad industrial. Y continuaba, “La sociedad industrial,[…] concibe al hombre como el amo total y absoluto de la naturaleza que debe plegarse a sus deseos. Pero hasta aquí llega la semejanza entre el circo y la sociedad industrial en la que nace. Mientras esta última somete a la naturaleza interponiendo entre ella y el hombre, un sinfín de herramientas y máquinas y a través de una organización social del trabajo de lo más complejo, el artista circense se presenta solo y casi desnudo ante las fuerzas y los peligros del mundo natural”.
En su discurso, Juan Pedro Viqueira, deja entrever La Ciudad Invisible que asecha en realidad entre las calles. Porque ante la devastadora realidad del modelo económico capitalista subsiste entre los renglones no escritos de la historia la inevitable ciudad invisible, donde el ser humano se muestra abandonado, despojado de los metales, casi desnudo ante la violencia implacable del mundo que lo asiste, jamás presentándolo de la forma más compleja de organización social que se podría esperar, sino todo lo contrario, desde una óptica simple de cooperación entre un número escaso de personajes, excepto ciertos actos de trapecio o pirámides humanas, donde el miedo y la incertidumbre dominan el escenario psíquico del espectador. Quizás, por ello, en La Ciudad Invisible, como en el circo, los problemas sociales no se representan nunca en la pista. Tampoco existe una apología de la competencia explícita. Quizás, la única excepción a esta última afirmación acerca de la rivalidad es la que representa la oposición entre el Augusto y las caras blancas. Y la realidad nos demuestra que no se trata de una verdadera competencia en la que exista algún tipo de duda sobre el resultado final del embate. Desde el principio el espectador ya es consciente de quién saldrá vencedor. De quién es el hábil y quien no. Pero siempre, representando todos los actores estados psíquicos, físicos y fisiológicos del ser humano. Sus virtudes y sus vicios, sus trastornos y ambiciones.
Como podemos observar, por ejemplo, en la intervención de los payasos, no simbolizan una lucha encarnizada del ser, sino una lección de moral, personificando lo que se debe y lo que no se debe ser. Estas características del circo que también se reflejan en la ciudad invisible que no apreciamos —dominio supuesto sobre la naturaleza, ausencia de herramientas para enfrentarse a ella, la soledad social del individuo ante la realidad y los peligros— las reencontramos constantemente reproducidas en esa parte de la ciudad que no son visibles; personajes que ningún circo dudaría un instante en contratar. El espectáculo sobre un ser humano, solo, indolente, convidado a representarse a sí mismo, en un espectáculo dantesco que sólo busca identificar el fracaso de los días y de las noches sobre los viejos muelles de la memoria.
II el tímido despertar de un quetzal , apenas sobre los viejos muelles de la memoria, despliega sus alas de abismo, golpeando el vacío contra la última orilla callada : toda sigilosa soledad, todo acto heroico de encomendarse a la intemperie, desafía los acantilados del mar, como un homicida en medio de la noche, como el último instante del día solo reservado para los mortales , bajo el paraíso perdido de unos labios ; tocamos a las puertas, a las ventanas, a los dinteles intentando obligar a los demás a reconocerse a sí mismos y sin embargo rara vez lo logramos como la claridad del día cuando desvanece la oscuridad última del último hombre.
Del origen.
El paraíso perdido, de John Milton, ya nos avanza, para entender una de las perspectivas propuestas de la realidad que asesta al ser humano a través de las ciudades, cómo el resultado del gran espectáculo del mundo es entender la dicotomía presente entre la omnipotencia divina del universo y el libre albedrío de los hombres, entre el bien y el mal, entre la aceptación del orden impuesto y la insurrección contra nuestras estancias más íntimas.
III París nunca existió : los padres del desierto siempre emergieron desde el abismo, con las mortajas del mundo entre las mandíbulas, -no somos merecedores de ser los herederos del Edén- e iluminando las calles de las ciudades y abriéndose sobre las avenidas de la muerte -ya no nos cabe tanta noche entre los párpados- avanzamos hambrientos de nosotros mismos : mientras que los pájaros azules degollados entre la noche asistían impertérritos ante el espectáculo del mundo, justificando los actos de los hombres, a pesar del tiempo, a pesar de todo , en amor a la verdad. somos hombres sin nombres , un invisible man que cruza la ciudad entre los dientes, entre la claridad del día que disipa las tinieblas, la oscuridad del último marchante, que habita en medio de la tierra, entre la memoria del agua, con el ardiente aliento entre la frente, separándose la carne de los huesos, como una flor de loto que se desgarra entre unos labios en busca de la luz. somos los ojos de aquellos a quienes tratamos, el espejo deformado de aquel quien mira. somos el sonámbulo que rasga la noche, el gemido del asfalto al paso de la jauría, el avance hacia la oscuridad para desaparecer en algún lugar de la batalla. París nunca existió, ni los padres del desierto, ni el amor a la verdad.
La búsqueda por seguir ahondando en la problemática actual nos convida a releer El hombre invisible, de Ralph Ellison, una obra que trata de los problemas sociales e intelectuales que atormentaba a la comunidad afrodescendiente en los Estados Unidos, en los albores del siglo veinte, desde una perspectiva etimológica racial e incluyendo las relaciones que se establecían entre la identidad negra y el marxismo, las políticas de Booker T. Washington y otras reformistas y, sobre todo, los temas de la individualidad y la identidad. Desde este último parámetro, los afrodescendientes, al igual que los colectivos y comunidades minoritarias que constituyen las estructuras sociales actuales afrontan los mismos retos, conflictos y dificultades: la invisibilidad. Una condición sustancial que replica el sistema para todos aquellos que no cumplen los estándares exigidos o reprogramados de las sociedades, sean cuales fuesen.
La ciudad invisible, sin embargo, es la parte de la urbe que se alza ante nosotros y no tiene nombre. Está conformada por todas aquellas personas que, de una forma u otra, no están representadas en los medios de comunicación, que no existen en el discurso oficial de las administraciones y si han de existir, es de forma meramente anecdótica, para inflar unas estadísticas que deben prever todo, sin actuar ni comprometerse en nada.
Este espacio no visible de lo real es el resultado inequívoco de abandonar a aquellas personas que han sido dotadas de una visión que no es la oficial, sufriendo el desamparo, la exclusión y el aislamiento por parte de la sociedad, en la que han sido utilizados en sentido peyorativo para dinamitar a toda aquella posición disidente o subversiva que actúa ante el sistema imperante o a las actividades y que están fuera del relato o del discurso político, económico, social o cultural.
IV como prófugos de nuestra historia, intentamos borrar nuestras huellas, el éxodo, la huida, como el líquido cristal que se desvanece entre los párpados, calle abajo, dejando atrás el incendio de las ciudades; como peces que pagan su tributo devorando la orilla ciega de los alabastros; emulando al constructor que edifica sobre el vacío el mundo , porque hemos peleado contra dios y contra los hombres y este es nuestro pago.
En ese sentido, la ciudad no manifestada públicamente es aquella que subyace en la oscuridad más absoluta del sistema, donde el observador externo no tiene constancia de las atribuciones comunes que nos unen, nos igualan y nos identifican, con una población que si bien existe como individuo libre y de pleno derecho, es desnaturalizada de su identidad personal y, por ende, de la consciencia de existencia propia y colectiva. Y quizás, es por ese motivo de la necesidad de recrear a través de las propuestas artísticas una metáfora que represente la ceguera de la sociedad con respecto a las singularidades y sensibilidades que desarrollan los individuos y que no debe condicionar su identidad, ni sus libertades ni sus derechos.
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