La felicidad se desvanece cuando se nombra. No recuerdo de quién es esta frase, si es que es de alguien en concreto, porque, dicho de este o de otro modo, la sentencia es recurrente. Somos felices hasta el mismo momento en que identificamos que lo estamos siendo. Por eso podemos decir soy feliz, pero no acaba de sonarnos bien la expresión estoy feliz. Cuando se usa, suele requerir un matiz circunstancial (“estoy feliz ahora, con esta cerveza frente al mar”). Siempre tiene la expresión un cierto sentido hiperbólico, un cierto afán de uso expresivo del idioma, pues lo correcto, como ejemplifica el Instituto Cervantes, sería decir algo como "me siento del todo contento".
No es lo mismo estar contento que ser feliz, como no es lo mismo ser infeliz que estar triste. Algunos adjetivos -o participios usados como tales- solo pueden combinarse con el verbo estar: satisfecho, alegre, ilusionado, ansioso. Otros solo admiten el verbo ser: feliz, bobo, alto, iluso.
Cuando estamos de alguna manera determinada, entendemos que se trata de un estado transitorio, pasajero. Cuando somos de una determinada manera, asumimos que el estado es permanente, que forma parte de quienes somos. El verbo ser expresa la identidad. “Yo no soy yo”, decía Juan Ramón en un oxímoron que el poeta resolvía en aquel verso lleno de luz: “[soy] el que quedará en pie cuando yo muera”.
La verdad es que cuesta identificarse, saber realmente quién es uno. Tal vez sea porque no somos más que una sucesión de estares repetidos, de estados recurrentes que nos configuran de un modo u otro, un juego de máscaras hiladas con mayor o menor torpeza.
Y así, en una especie de diálogo poético imposible, uno pasa de estar triste a ser humo, de estar cansado a ser polvo, de estar pensativo a ser sombra, de estar viejo a ser nada.
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