Se atribuye a Mario Benedetti la afirmación de que “cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas”. La verdad es que la frase se debe, según parece, no al uruguayo, sino a Jorge Enrique Adoum, escritor ecuatoriano y autor de “Entre Marx y una mujer desnuda”, que leí en mi posadolescencia, cuando eran asimismo otras las preguntas, casi iniciándose nuestra transición política. No obstante, sea quien sea el padre de la sentencia, la misma se cuenta ya por lustros o décadas, pues Adoum escribía allá por los setenta y Benedetti falleció hace más de quince años. Teniendo eso en cuenta, se entiende que comience uno, ya entrando en la edad vetusta, a ser sujeto de esa misma sensación sugerida en la frase, por lo cual cabe sospechar que se trata de una deriva común del entendimiento.
La aserción se refiere, con toda probabilidad, al orbe de lo político, tan cambiante en la América hispana, pero tal vez resulte aplicable a todo tiempo y lugar. Sin ir más lejos, España. Culminaba nuestra adolescencia cuando el “Franco ha muerto”, por recordar las palabras de Arias Navarro. Acopiábamos, quienes estábamos ya próximos a salir al ruedo de la vida civil, ciertas inquietudes sobre el futuro del país de entonces. Fue una suerte, o eso creo, vivir semejante cambio, cuyo inició coincidió con el final de aquel arduo bachillerato. Todo era nuevo; se insinuaba un período plural que, no sin penalidades ni graves dificultades, alumbró la España de los ochenta y noventa, libre y modernizada, habiendo superado, eso parecía entonces, las divisiones cainitas del pasado para solaz de la inmensa mayoría de quienes las habían sufrido, o eso advertían, en general, los viejos de entonces, que pretendían olvidarlas, independientemente de sus principios y filiaciones. En ese proceso, fuimos los jóvenes de esos años construyendo nuestras respuestas a las cosas colectivas, concibiendo réplicas variadas en cuanto a valores e ideas, pero con puntos comunes, partiendo de las prioridades y afanes del momento.
No puedo precisar cuándo algo se torció en un punto del camino. ¿Cuándo se jodió el Perú?, se preguntaba un personaje de Vargas Llosa. El caso es que, enfrascados en nuestras cosas, no nos dimos cuenta de que la realidad se retorcía, de que los discursos variaban, de que la ventana de Overton arropaba, inflexible, cosas nuevas (“cosas veredes, amigo Sancho”), siendo incluso superada esa ventana o modelo sociológico con la llegada a pelo, sin anestesia ni Overton que nos amparase, de un tsunami ideológico y social sin precedentes, que nos quita las respuestas adecuadas para las nuevas preguntas de unos tiempos que, poco a poco, van dejando de incumbirnos por una pura cuestión de biología y edad, pero no por ello menos preocupantes, porque ya no se trata de que desconozcamos las respuestas, sino de que las preguntas no parecen todavía formuladas sin que sepamos si llegaran a estarlo o si serán iguales para todos. Parece como si el espacio común, o plaza virtual, en el que tejíamos, sin acritud o con la acritud justa, nuestras diferencias, se estuviera difuminando y desapareciendo por algún sumidero de la intrahistoria, aunque afectando a la Historia, con mayúsculas, misma. No sé si estoy exagerando, pero es la impresión que tengo.
Ojalá que no sea así, que se trate de una manifestación más de esa permuta en las preguntas, aunque no me lo parece, y que quienes nos sucedan encuentren, al menos de manera provisional, sus propias respuestas. Siempre queda esa esperanza.
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