Es curioso encontrarse con no pocas personas que, casi sin haberlo pensado, consideran que estamos hablando de lo mismo cuando nos referimos a la sexualidad y al amor. Estas confusiones frecuentes tienen bastante que ver con la frase manida de “hacer el amor”, aunque cualquiera que lo piense un poco es consciente de que, en la mayoría de los casos, no tiene nada que ver el acto sexual con el amor.
Claro, antes de nada habría que hacer una reflexión sobre lo que significa amar, lo que es el amor. Porque parece claro que el amor “no se hace”. El amor es una atracción entre hombre y mujer que lleva consigo siempre un cierto conocimiento. El flechazo es una cuestión de sentimientos de un momento, que puede ir a más o morir de inmediato. El amor precisa trato, conocimiento.
Si lo pensamos un poco vemos la diferencia tan grande que hay entre marido y mujer que llevan tiempo casados, se conocen bien, tienen hijos, y son felices, porque se aman; y la relación eventual entre dos jovencillos que lo primero que han hecho es acostarse, sin pensarlo dos veces, y “luego ya veremos”. Cuando la prioridad está en el placer, en la tendencia sexual, casi puramente animal, nos damos cuenta de que solo hay inclinación sexual, cierta atracción, pero nada que pueda llamarse amor.
El amor supone conocimiento de la persona, durante un tiempo no pequeño, dedicación, entrega, descubrir que los gustos de uno son distintos que los del otro y admitirlos. Supone generosidad, capacidad de entrega, por lo tanto cierto sentido de trascendencia, de que estamos ante una persona hecha a imagen y semejanza de Dios. Eso lleva consigo tener en cuenta que el acto sexual es algo previsto para el matrimonio y abierto a la vida. Siempre.
Lo demás es desorden, es sexualidad animal, inclinación a lo que me apetece, sin pensar profundamente en la otra parte. Pienso en mí, en lo que me tira.
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