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Opinión
Etiquetas | Odio | Discriminación | Sociedad | Valores

​Lo que ocultan los discursos de odio

Volver a pensar la realidad actual con palabras profundas, carnales, pegadas al terreno que pisamos todos los días
Armando B. Ginés
sábado, 17 de agosto de 2024, 11:29 h (CET)

De la mano de la posmodernidad vino la identidad absoluta del sí y con la caída del Muro de Berlín

fuimos liberados a un mundo plagado de experiencias ilimitadas en el que cada cual sería capaz de

ser lo que quisiera. Se derribaron de golpe y porrazo las grandes narrativas que buscaban un mundo

mejor, más justo, solidario e igualitario.


Con la implosión de la utopía comunista, el capitalismo occidental se transformó en globalidad y

empezó su andadura en solitario hacia no se sabe dónde ni tampoco por qué. Para no aburrirse del

tedio del vencedor total, el capitalismo tuvo que inventarse un rival geopolítico que sustituyera al

felón comunista revolucionario. El nuevo rol antagonista recayó en el terrorismo islámico, el nuevo

otro de maldad inefable y absoluta.


Sin embargo, en esta situación casi idílica se cruzaron varias crisis económicas y bélicas de enorme

calado social. El sistema-mundo globalista presentaba grietas más que evidentes en su estructura

económica y en su superestructura ideológica. A pesar de que ya no existín referentes fuertes de

izquierda, los movimientos rebeldes emergentes pusieron en solfa el orden establecido bajo el

eslogan de que otro mundo era posible.


Los laboratorios de pensamiento de derechas y sus intelectuales orgánicos subidos a la ola

posmodernista de los Foucault y seguidores no-filósofos de diverso signo metieron intensidad

y presión ideológica en los diferentes yoes individuales y grupales que se movían en los

márgenes de las sociedades occidentales para que eclosioanara un mosaico de actores y

actrices renovadas o de nuevo cuño en disputa por el foco mediático deslumbrante de la tardo

sociedad-espectáculo de Guy Debord.


Todos quisimos un yo propio, original y exclusivo a modo de marca de prestigio a lo Naomi Klein

que nos empoderara y nos posicionara en el mercado de agentes sociales con derecho a negociar

nuestros especiales destinos de grupo. La categoría clase se disipó y afloraron identidades de todo

tipo: la oferta de yoes a medida se disparó de manera geométrica en muy poco tiempo.


Y apareció como de la nada el concepto “discurso de odio”. La política cedió protagonismo al

psicodrama: toda expresión no correcta o fuera de tono se convirtió en odio, una patología que se

extendió como una plaga bíblica. Odio al judío, al moro, al inmigrante, a la mujer, a los gais y las

lesbianas...


Por supuesto, existen desde tiempos inmemoriales el racismo, la homofobia, la transfobia y la

misoginia. Sucede que ahora esa lucha sin cuartel por ser yo y siempre yo, en cualquier

momento yo y antes que nada yo, ha perdido la conexión integral y colectiva por una lucha

emencipatoria de carácter global. Mientras los odios vayan y vengan entre grupos, la sociedad

capitalista continuará a sus anchas más allá de las crisis cíclicas que interrumpan su exitoso

devenir histórico para las elites multinacionales.


De alguna manera, esta atomización creciente de identidades a la carta sigue las pautas marcadas o

sugeridas entre líneas por la pensadora objetivista Ayn Rand: lo único que importa es la propia vida,

la mía.


Primero fueron los bárbaros


Es de sobra sabido que los miedos sociales se transforman en odio al otro como vía de

autodeterminación grupal frente al ello o ellos/as que vienen de algún lugar remoto ya sea este

geográfico o simbólico. La aversión al extranjero está documentada en la Grecia antigua: los otros

que llegaban de fuera eran los bárbaros, los inmigrantes (ilegales y sin papeles) de hoy.


Aunque las injusticias y desigualdades económicas siempre han dividido las sociedades en ricos y

pobres y ese odio hacia la nobleza poseedora por parte de la chusma plebeya brotaba casi de forma

natural en las mentes de los desposeídos, es con los movimientos rebeldes y contestaraios surgidos

al calor de las revoluciones industriales en el Reino Unido cuando el odio de clase de los proletarios

a la burguesía, los terratenientes y los capitalistas empieza a tener un contenido con peso específico.


El alimento teórico e intelectual de Marx y Bakunin dieron luz a emocióçones políticas e

ideológicas con raíces en las ideas comunistas y anarquistas. La razón nunca viaja sola.


El odio de clase es el más temido por las elites capitalistas de todo el mundo. Entiéndase odio

de los de abajo a los de arriba, porque del odio de las castas a la gente trabajadora, nadie

habla. El odio de arriba abajo es invisible y se tapa convenientemente con edulcorados

mensajes para calmar a la inmensa clase media que somos todos y todas en Occidente. ¿Es

odio la explotación laboral? ¿Odian los caseros a los inquilinos cobrándoles rentas

escandalosas? ¿Es odio desahuciar judicialmente a personas que no pueden pagar sus

alquileres? ¿Es odio despedir a un trabajador o trabajadora? ¿Es odio mantener a la

intemperie existencial a personas sin recurso alguno para subsistir? ¿Es odio la saña sionista

asesinando niños y niñas palestinas y torturando en sus centros especiales a personas

detenidas vulnerando todos los derechos humanos en vigor? ¿Es odio negar asistencia

sanitaria si no tienes dinero para pagarla? Hay miles de preguntas similares a éstas.


Bien podríamos llamar a este odio invisible como odio capitalista que se proyecta desde las alturas

hacia los bajos y medios fondos de la sociedad. Hay que perseguir los discursos de odio, faltaría

más, pero de forma integral, no de manera aíslada. Si cada cualquiera, término acuñado por Jacques

Ranciere, optara por ver sin trasformar el mundo desde su única perspectiva de identidad y verdad,

el sistema no se resentirá lo más mínimo de cada ser en sí a la manere heideggeriana y sus logros

inmediatos serían puro vacío existencialista o solipsista. El antirracismo a solas no cambiará el

mundo. Ni el feminismo (o los feminismos). Ni todas las luchas por separado de las distintas

identidades en liza. Todo ayuda pero todo se puede evaporar ante lis inminentes fascismos que se

anuncia a la vuelta de la esquina.


Cabe suponer, además, que si existen los discursos de odio y hay que combatirlos, de igual modo

existirán los discursos de amor, sentimiento en las antípodas del odio. ¿De verdad puede creer

alguien en su sano juicio que solo con amor y buenismo haremos un mundo mejor? ¿Que

simplemente con amor al prójimo los tiburones de las finanzas, Google, Amazon, Facebook, Elon

Musk, las grandes farmacéuticas y la industria de la guerra depondrán sus armas letales ideológicas

y económicas por una cuestión meramente ética?


Desde luego, la categoría psicosociológica “discursos de odio” todavía mantendrá su vigencia

durante algún tiempo mientras sea útil para derivar los conflictos sociales hacia reyertas más o

menos amplias entre grupos aparentemente antagónicos entre sí. Desviar la atención del modo de

ganarse la vida en la realidad cotidiana siempre procura réditos a las castas dominantes.


Muchos de los odios nuevos se atizan a conciencia desde los medios de comunicación de masas más sesgados hacia la derecha ideológica y política. El más obvio y evidente es el de las rivalidades

deportivas, con las pasiones futboleras a la cabeza. Odio al rival eterno, odio sublimado entre

naciones, odio a un o una jugadora concreta, odio a una enseña, a un color, a un himno... El deporte

es pura violencia contra una/uno mismo o contra el equipo contrario y sus fanáticos hinchas. Hay

que llegar antes que nadie, hay que ganar cueste lo que cueste. Esas rivalidades estúpidas esconden

las auténticas, las que padecen cada día miles de millones de personas para sobrevivir en dura

competencia con otras gentes de la misma clase y condición.


En este caos de yoes individualistas en permanente disputa, el odio a los otros/otras/ellos/ellas nos

conforma en un espacio de lo nuestro (nosotros/nosotras) acogedor que nos permite salvar la

soledad y el silencio atronador de ser para mí absolutamente. El odio y la violencia liberan ingentes

toneladas de energías nocivas fruto de la frustración de luchar y competir por perseverar en el ser

como isala autónoma e independiente ajena a todos y todas. En la Grecia antigua denominaban

idiotas a aquellos ciudadanos que solo estaban pendientes de sí mismos (las mujeres contaban nada) y vivían totalmente desvinculados de la cosa pública.


Frente a la ideología fragmentaria de los discursos heterogéneos de odio sería necesario una teoría

unificadora o nuevo gran relato que hiciera posible y viable un proyecto político plural e integral

para dar la batalla frontal al neocapitalismo de la crisis permanente en el que ahora mismo estamos

instalados.


Aunque teoría y práctica son momentos que se solapan y que las urgencias diarias obligan a tomar

postura política al instante, sí sería conveniente pensar con cierto reposo en el mundo feliz no

distópico que podemos permitirnos para que el planeta Tierra sea lo más democrático y habitable

posible.


Hay que pensar qué queremos mientras hacemos lo que podemos en la lucha diaria. No hay otra

alternativa razonable.


Vivimos tiempos en que cada relato va a lo suyo, aunque la inmensa mayoría bebe en idénticas

fuentes: redes sociales, memes virales, fake news. El lenguaje no es la realidad sino solo una

aproximación o intepretación de la misma. No obstante lo dicho, es necesario que las gentes

trabajadoras y las personas oprimidas sean capaces de crear sus propias palabras para así entender

mejor la realidad que los contiene. Muy útil sería consultar otra vez los métodos de enseñanza del

gran pedagogo brasileño Paulo Freire: volver a pensar la realidad actual con palabras profundas, carnales, pegadas al terreno que pisamos todos los días.

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