Hay un instante, al terminarse el periodo de vacaciones, en el que el alma queda invadida por una especie de sentimiento de melancolía. Un dolor del espíritu que difícilmente ha sabido explicarse en términos médicos. Ya en la antigüedad, la melancolía era asociada a la bilis negra, uno de los cuatro humores del temperamento: flema, sangre, bilis negra y bilis amarilla. Así lo estableció Hipócrates, quien determinó que un exceso o deficiencia de estos fluidos corporales podían ser el síntoma del desequilibrio. El caso es que, ignorante de mí, yo no voy a tener la osadía de entrometerme en cuestiones médicas para explicar el sentimiento que invade mi alma. Lo que sí sé es que dicha discrasia viene precedida de una inminente falta en los sentidos de la vista, del olfato, del sabor, del oído y del tacto.
Creo que fue Pío Baroja quien dijo en cierta ocasión que «el haber nacido junto al mar me gusta; me ha parecido siempre como un augurio de libertad y de cambio». Quizá sea esa la razón por la que cada vez que me alejo de sus límites azulados me invade esa bilis negra, establecida por Hipócrates en su escrito Sobre la naturaleza del hombre.
Al regresar al interior de la península es como si esa sensación de libertad y de cambio quedara atenazada por la costumbre y por la atrofia. De pronto, al alejarse la visión del mar desaparecen las cabelleras de blanco espuma que cantara Borges; dejo de oír la silenciosa confesión de los recuerdos en cada batir de las olas, tal y como recitara en sus versos Francisco Luis Bernárdez; pierdo la agradable sensación en mis labios de la sal ofrecida como un tributo a la vida y al deseo; los pulmones se me vacían de un aire de mar, fiero y bravo, impregnado de escamas y algas; y entre los dedos de mis manos se me escapa, quien sabe si para siempre, la fina arena de tonos cobrizos como el dorado de esos pies de mujer que dejaron sus huellas sobre la orilla en el ocaso de un sol anaranjado y rabioso.
Al alejarme del mar todo se vuelve ordinario y previsible. Los hombres, las mujeres, las leyes, las idas y venidas a los trabajos, la vuelta al colegio, los periodistas costaleros del poder, las persignaciones de domingo, la sucia y corrupta política… todo vuelve a configurar el engranaje de la rueda productiva, de la bilis negra del alma. Al alejarme del mar se pierde ese elemento mágico, extraño, que infunde un amor temeroso, porque en su interior lleva el límite de lo desconocido. Tan apaciguado y amable en la orilla, como tremebundo y vengativo en sus profundidades. Bicéfalo y ambiguo que puede ser nombrado tanto en masculino como en femenino. Músico de largos acordes que nos llama en femenino y nos arrulla en su pecho, peor también rebelde, aniquilador de un ejército de náufragos, de despedidas sin retorno, de viudas y de huérfanos. Guerrero y madre a la vez. El mar simboliza tanto el nacimiento como la muerte, la creación y el fin. El mar nos hace sentir la insignificancia de nuestra existencia y, a la vez, nos hace sentir la fortaleza de una libertad a unos límites que nosotros mismos nos hemos impuesto. La poesía y el arte fundida en un solo color, en un azul que se transforma desde el esmeralda cristalino hasta el negro enfurecido. El mar representa el amor y el odio, la pasión por vivir, el anhelo de libertad. El frenesí de la literatura, de un delirio arrebatado y transcrito admirablemente en las inmortales páginas de Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Daniel Defoe, Edgar Allan Poe, Gabriel García Márquez, Neruda, Alberti… entre muchos otros.
El mar representa el sentido del viaje y de la aventura, las pinturas de inolvidables batallas navales, la imagen de piratas y bucaneros intrépidos, el amor correspondido, la sexualidad, la soledad, la vida y la muerte. El mar representa el sentido de nuestra existencia. La travesía de nuestra vida, como el viaje de Homero, lleno de peligros y de alegrías. El mar es un Dios de la naturaleza al que tan sólo son capaces de hacerle compañía el sol y la luna, uno para dorar sus olas; la otra para perfumar su aliento de menta y sal en las noches de acertijos y misterios.
Ahora que me alejo de ti, de tu influjo y de tu hechizo, cada noche te abrazo en sueños para intentar borrar del interior de mi alma una melancolía que me invade, con la esperanza de que me resucites como en los versos de Claudio Rodríguez.
«Sabe que en cada flujo, en cada ola hay un impulso mío hacia ti. Sabe que tú me resucitas, como el ave resucita a la rama en que se inmola. Si tu supieras cómo no estás sola, cómo te abrazo, lejos, cuanto cabe. Pon al oído, para que se lave, mi corazón como una caracola. Y oirás, no el mar, sino la tierra mía hecha con el espacio más abierto. Y oirás su voz, mi voz que yo quisiera. meterte por el alma cada día, clara como tu nombre, al descubierto como ese mar de amor mío que espera».
Claudio Rodríguez Sabe que en cada flujo, en cada ola…
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