De repente sonaba una canción de Isabel Pantoja, “Era mi vida él”. Una canción envuelta en una dulce melodía cuya letra iba siendo modulada de manera soberbia por la antedicha intérprete. El componente elegiaco que porta la tonada es sentidamente expresado por una cantante que raya a inconmensurable altura, con el pero de no ser estadounidense ni cantar en inglés (aparte los prejuicios, muchos quizá justificados, que suscita su persona). Nada tiene que envidiar (a mi parecer) en este envite nuestra cantante a las mejores interpretaciones, verbigracia, de Whitney Houston.
El autor de la canción es José Luis Perales, quien leyó como nadie los padecimientos del alma pantojil, sabiendo afinadamente trasvasar las cuitas de esta hacia el género cancioneril, con su acusado sentido de la melodía y con algunas dosis de poesía acendradamente entreveradas. No en vano, Perales en su cancionero entrelaza los hallazgos del poeta por entre una cierta gazmoñería provinciana que señorea el conjunto de la obra de este sensible bardo de provincias que a veces parece querer establecer un coqueteo con lo universal, si bien su estricta moral de joven seminarista lo acaba alejando de mayores audacias.
“Era mi vida él” se me antoja una canción del todo conmovedora. “La voz que me cantó al oído ya se marchitó/ y el sol de su mirada ya se fue”, canta La Pantoja en un pasaje, apuntalando lo más arriba esgrimido al respecto de la peraliana escrituralidad.
Escuchar una canción como “Era mi vida él” me retrotraía hacia el siglo XX, un tiempo en el que todavía quedaban algunas certezas, cuando las canciones compendiaban elaboradas melodías y, en muchos casos, enjundiosas letras. Todo lo que me parecía hortera hoy me conmueve, envuelto como me hallo en un cotidiano simulacro en el que solo nos queda ejecutar modregos bailes de salón con la ignominia, jibarizada ya la artesanía en su sentido más edificante.
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