I Con los ojos cerrados y el corazón latiendo al compás de sus pensamientos, decidió entregarse. No había marcha atrás. Desde lo alto del acantilado, el flujo la llamaba, susurrándole promesas de transformación. El miedo se disolvía, reemplazado por una certeza que no lograba explicarse. Quizá era la necesidad de sentir algo más allá de su propia piel. Se inclinó, y el viento acarició su rostro como una despedida. Dio un paso al vacío, y todo el peso de su vida se quedó atrás.
II El impacto fue leve, casi amable. La recibió el agua como un amante paciente. En ese primer contacto, algo en ella se encendió. Sin peso, flotaba, se dejaba llevar por las corrientes. Cerró los ojos de nuevo, esta vez no para escapar, sino para sentir mejor. El frío del temor le mordía la piel, pero la cálida vibración de su propia sangre le recordaba que aún estaba viva. Se entregaba a cada corriente invisible, abandonando palabras, juicios y tiempo.
III Abajo, en lo más profundo, donde el sol no llega, el agua se tornó densa, casi pesada. Cada movimiento se volvía deliberado, y su cuerpo, antes dócil, parecía transformarse. Un pensamiento la atravesó: ¿qué soy sin todo lo que creo ser? Su piel vibraba como si desde adentro algo estuviera a punto de explotar. La chispa. Lo sabía. Había algo guardado, algo que siempre había querido liberar. Y entonces, ocurrió. Como ceniza en el viento, un sollozo de fuego la atravesó. No era dolor, era un llanto que no había sabido cómo derramar hasta ese momento.
IV Con los ojos cerrados te entregas al agua. Te arrojas sin peso, te abandonas a la certeza, al pulso de las corrientes invisibles. Te sumerges sin miedo, desnuda de tiempo y de palabras, en ese silencio profundo que solo el fondo conoce. Desciendes, te deshaces, te fundes con el latido oculto del río que te habla. En la penumbra líquida, cada roce es memoria: lo que fuiste, lo que vendrá, y en el instante suspendido, tu cuerpo es una plegaria muda que invoca al cielo, pidiendo que arda, que se encienda la chispa guardada en la raíz de tu piel. Un sollozo de fuego se desprende, como ceniza en el viento, y la tibieza te abraza, te transforma. Todo se consume. Te entregas, y al soltarte, el éxtasis irrumpe: la luz nace de tu propia llama. (Fuego en las corrientes. APR. Septiembre, 2024).
V El agua ya no era fría, ni pesada. Era tibia, envolvente. En ese instante supo que se había soltado, había renunciado a todo lo que había retenido dentro. La corriente la mecía, pero no era arrastrada. La luz en su interior se encendió, suave, poderosa. Era su propia llama la que brillaba ahora, iluminando todo a su alrededor. Sin peso, sin pasado ni futuro, solo el presente. Emergió a la superficie, jadeando, pero con una sonrisa en los labios. Había ardido en las corrientes, y había renacido de su propio fuego.
Desde entonces, no se borra de sus labios una sonrisa cómplice.
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