Quienes fuimos cautivados por el apasionante juego infinito a principios de los ochenta, ayer fuimos sacudidos por una noticia devastadora. Zenón Franco, el mejor ajedrecista paraguayo de la historia, se había ausentado de manera definitiva.
Sobre lo negro y blanco de todo camino, Zenón había librado su batalla armada final, porque ya sabemos que también el jugador es prisionero, de una trama de polvo, tiempo y agonía.
Quedaron en mi recuerdo sus magistrales movimientos en la partida de ajedrez que jugamos, pero sobre todo una confidencia que me hizo sobre sus padecimientos familiares debidos al exilio, circunstancia que sin duda le obligaron a buscar seguridad en los sesenta y cuatro escaques claros y oscuros.
Los movimientos inteligentes muchas veces entrañan peligros en otros tableros, donde Zenón era más vulnerable. Fue así que decidió regalar su talento en otras latitudes, jugando y escribiendo libros sobre ajedrez, seis de los cuales fueron traducidos al mismo idioma de Botvinik y Tigrán Petrosian.
Este genio paraguayo no sólo fue publicado en turco e italiano, también explicó la apertura inglesa a los paisanos de Howard Staunton en inglés, y el medio juego de Boris Spasky a los rusos en su propio idioma.
Escribió Omar Khayyán que la vida no es más que un difuso tablero de complicado ajedrez, donde los cuadros blancos representan los días, y las casillas negras las noches.
En ese tablero, el destino gobierna a su capricho las piezas para enviarlas de la nada a un estuche sin nombre.
Este matemático persa, influenciado por Avicena y Euclides, nacido en tiempos del imperio sasánida, había medido con exactitud sorprendente el error del calendario persa y sentenciado que en el ajedrez, también el jugador es prisionero.
Muchos siglos después de Omar, el gran escritor Jorge Luis Borges transportó el juicio a otro tablero cuando dedujo que Dios mueve al jugador, y éste a la pieza, haciendo difícil discernir qué Dios detrás de Dios la trama empieza.
Aunque los jugadores se hayan ido, dice Borges, aunque el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito.
Que la armada reina, su rey postrero, los oblicuos alfiles y peones agresores de Zenón Franco sostengan para siempre esa hermosa ilusión.
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