Los espacios nos definen, ya sea al nacer, al crecer, incluso al morir. El nombre del lugar donde naces y mueres te acompañará siempre en tu pequeño currículum geográfico. Recuerdo a mi madre en sus últimos años como, por circunstancias y también por asueto, gustaba de viajar; ella que en su primera juventud no lo hizo nunca, salvo algunos traslados en carro con su padre vendiendo fruta, y luego inmersa, como estuvo en criar y atender a niños y mayores durante mucho tiempo; pero al envejecer le cogió el gustillo a viajar animada por sus hijos, viajó con mi padre un tiempo, y ya libre de obligaciones durante años, y no hablo del IMSERSO, así, libremente, conoció algunos lugares.
Conoció el mar, grandes ciudades, pequeños pueblos, incluso salió a un país fronterizo en un viaje quincenal. No se atrevió a viajar a una isla de España, que podría haber ido fácilmente, ya que en la época de los grandes sorteos, cuando los supermercados no eran como los de ahora, ya sólo se dedican a poner trampas psicológicas para consumir y a subir precios de forma desorbitada. Algunos comercios, decía, regalaban enseres al estrenar su espacio, sus espacios comerciales, que anda que no son importantes ni nada, en la vida de una población y de cara a los vecinos, como los buenos vecinos de cualquier espacio. Pues bien, tuvo la suerte de que le correspondiera un viaje de regalo a una isla lejana. Único sorteo que le tocó, pero decidió que la familia lo disfrutara. Los espacios más bellos se nos ofrecen ocasional o habitualmente para viajar ya lejanos o cercanos, ya para el disfrute o para ganarnos la vida, ya estén en guerra o con dificultades de supervivencia y el destino apenas nos deja elegirlos. Nos movemos a veces por inercia en los lugares relacionados con la infancia, familia, trabajo…, y suelen ser más elegibles que elegidos. Así, surgen los viajes de placer, pero también los traslados por obligación. En nuestra estancia, aquí o allí, en la infancia o en la vejez, si eso puede llamarse espacio, hacemos nuestros los lugares adoptados, sobre todo si nos aportan calidad de vida, amistades y sobre todo raigambre. Malos tiempos para conseguir un espacio justo; tiempo fatal para acceder o alquilar una vivienda, no digamos digna, sino adecuada a niños, mayores y ancianos; muy malos tiempos para la compra-venta cuando los precios por metro cuadrado lo mismo están casi regalados que lanzados a las nubes siderales. Como reza el refrán: “hay Dios en todos lados”, está claro que hay diferencia de vivir en un pueblo sin servicios, aunque sea el elegido con nostalgia, que a una ciudad con calidad de vida. Recuerdo a mi madre sonriendo antes de marchar contenta a sus pequeños viajes: “Tengo pagado mi entierro, sea lo que Dios quiera”. Ignoraba que un box hospitalario sería su último espacio, a pesar de que algún médico la envió a planta. El espacio define y decide siempre.
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