El poder de la humildad: una puerta abierta a la trascendencia
La humildad es la virtud que abre nuestro corazón a los demás, a salir de nosotros mismos, y abrirnos a algo más alto, a la confianza en Dios. Mientras que el orgullo nos distancia de Él, “Dios resiste a los soberbios, pero enseña su camino a los humildes” (Salmo 25,9). La verdadera humildad no solo reconoce nuestras limitaciones, sino que nos permite descansar en la misericordia de Dios, quien se acerca a los corazones contritos.
El amor de Dios no se ofende por nuestras limitaciones y errores, sino por la falta de confianza en su bondad. Santa Teresita del Niño Jesús nos enseña que lo que hiere a Jesús no son tanto nuestras faltas, sino la falta de confianza en Él. La humildad nos lleva a clamar a Dios en nuestra debilidad, mientras que el orgullo nos empuja a la autosuficiencia y a la desesperanza.
La humildad falsa: el engaño del orgullo
Es importante distinguir entre la verdadera humildad y lo que se conoce como falsa humildad, o "la humildad del demonio". Santa Teresa de Jesús advertía que esta falsa humildad “revuelve toda el alma, es penosa y llena de turbación” (Camino de perfección 39,2). A través de este engaño, el demonio busca que nos enfoquemos en nuestras imperfecciones de tal manera que perdamos la paz y nos alejemos de Dios.
El amor propio nos induce a caer en este estado de inquietud y desánimo, donde no solo nos impacientamos por nuestra falta de progreso espiritual, sino que empezamos a dudar de la obra de Dios en nosotros. Esta falsa humildad nos lleva a fijar metas demasiado altas y a desanimarnos cuando no logramos alcanzarlas, alimentando un ciclo de frustración y abatimiento.
Los efectos de la verdadera humildad
La verdadera humildad es pacífica. A diferencia de la turbación que genera el amor propio, la humildad “dilata el alma y la hace hábil para servir más a Dios”. Es la virtud que permite que nos reconciliemos con nuestra fragilidad, aceptando que somos limitados pero profundamente amados por Dios. Como dice San Agustín: “Cuanto más elevada está una criatura, más necesita de Dios”. Reconocer nuestra dependencia nos llena de paz, y esa paz es la que nos mueve a confiar más en Dios.
Pascal afirmaba que “todas las miserias humanas prueban la grandeza del ser humano: son miserias de gran señor, miserias de rey destronado”. El cristianismo añade a este conocimiento propio el conocimiento de Dios, quien eleva nuestra dignidad a través de su amor y redención. Este reconocimiento de nuestra condición imperfecta, unido al conocimiento de Dios, es lo que nos da la fuerza para avanzar sin perder la paz.
El amor propio: obstáculo para la humildad
El amor propio entendido como egoico es el enemigo constante de la humildad. Nos hace susceptibles, impacientes y orgullosos, deseando la validación constante de nuestros actos. Nos lleva a juzgar las acciones de los demás, mientras nos llenamos de orgullo por nuestras propias "virtudes". Sin embargo, la verdadera humildad reconoce que todo bien proviene de Dios, y que nuestro progreso espiritual solo es posible con su ayuda.
Este enemigo, el amor propio, es astuto y se alimenta incluso de nuestras virtudes. Cuando logramos avanzar en el camino espiritual, el amor propio puede atribuirse el mérito, y si no somos vigilantes, puede hacernos caer en el orgullo. Es fundamental estar conscientes de esto y pedir continuamente la gracia de la verdadera humildad, que nos mantiene dependientes de Dios.
Conquistar la humildad: un camino de lucha continua
La humildad es un camino medio entre la presunción y el pesimismo, ambos nacidos de la soberbia. No se trata de despreciarnos ni de pensar que no somos valiosos, sino de reconocer nuestra pequeñez y, al mismo tiempo, la grandeza de Dios que obra en nosotros. Como enseñaba San Francisco de Osuna, “cuanto más se eleva una criatura, más necesita de Dios”.
Esta virtud, aunque difícil de adquirir, es el secreto del progreso espiritual. Nos enseña a no perder la paz cuando reconocemos nuestras imperfecciones, sino a usarlas como un estímulo para nuestro mejoramiento. El cristiano humilde no se desanima por sus fracasos, porque sabe que cada caída es una oportunidad para confiar más en Dios y menos en sí mismo.
El fruto de la humildad: la confianza en Dios
La humildad no solo nos hace conscientes de nuestra necesidad de Dios, sino que nos lleva a una confianza audaz en su misericordia. La parábola del hijo pródigo (Lucas 15,11-32) es un claro ejemplo de cómo la humildad nos lleva de vuelta a los brazos del Padre. No importa cuántas veces hayamos fallado, la humildad nos enseña a levantarnos y a volver a Dios con el corazón arrepentido.
Santa Teresa de Lisieux, quien es un gran ejemplo de humildad confiada, decía que “aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría con el corazón roto por el arrepentimiento a arrojarme en los brazos de Jesús, porque sé cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a Él”.
Conclusión: vivir la humildad como camino hacia la santidad
La humildad nos lleva a vivir en la verdad. Es el reconocimiento de nuestra pequeñez, pero también de la grandeza de Dios que actúa en nuestras vidas. No es una virtud que se conquista de una vez por todas, sino una lucha continua contra el amor propio. Nos enseña a aceptar nuestras limitaciones con paz, a confiar en la gracia de Dios, y a depender cada vez más de Él.
Si bien el camino de la humildad es difícil, la recompensa es grande: un corazón que vive en paz, confiado en Dios, y siempre dispuesto a servirle con mayor generosidad. Recordemos las palabras del Señor: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11,29).
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