Comenzaré con una pequeña anécdota. Se cuenta que San Francisco de Asís, en su juventud, sufrió una grave enfermedad que lo dejó físicamente débil y agotado. Durante este tiempo, mientras rezaba en la capilla de San Damián, escuchó una voz que le decía: “Francisco, repara mi iglesia”. Aun sin saber si se refería a esa pequeña capilla o a la Iglesia universal, y a pesar de su fragilidad, San Francisco se levantó con una fortaleza que no venía de su propia voluntad, sino de Dios. En ese momento de debilidad, encontró en la gracia divina una fuerza sobrenatural que lo impulsó a no detenerse.
Actualmente, la ciencia reconoce que la actitud influye profundamente en nuestra salud. Una persona que afronta la vida con alegría y optimismo no solo es capaz de emprender cosas grandes, sino que también irradia seguridad y bienestar, lo que repercute favorablemente en su salud. Quien se concentra en lo positivo tiende a ser más resiliente y saludable que quien se centra en lo negativo. Esta comprensión nos ayuda a aceptar que, aunque los desafíos estén presentes, todo puede obrar para bien. Con esta visión, afrontamos las dificultades sin caer en el victimismo ni el pesimismo, sino con la convicción de que nuestras vidas tienen un propósito mayor.
Esta historia nos recuerda que la verdadera fortaleza no es simplemente una cuestión de fuerza física o mental. A veces, cuando nuestras propias fuerzas se agotan, es precisamente cuando Dios nos capacita para seguir adelante.
En la vida cotidiana, la virtud de la fortaleza es un faro que nos guía en los momentos de adversidad. Job, en el Antiguo Testamento, lo expresa con claridad: “Militia est vita homini super terram” (Job 7:1). La vida del hombre en la tierra es una batalla constante. Pero esta batalla no se lucha solo con nuestras fuerzas. Necesitamos una fortaleza más profunda, una que no se doblegue ante las dificultades.
La fortaleza en la Escritura y la Tradición
El Salmo 26 nos invita a no temer incluso cuando parezca que todo va en contra: “Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum”. La firmeza que menciona este salmo es algo más que resistencia; es la constancia que se mantiene firme incluso cuando los vientos del desánimo o las circunstancias adversas nos golpean. Así, ser firmes no significa ser inflexibles, sino ser como una roca, un “saxum”, que permanece en pie pese a las olas que lo azotan.
Santa Teresa de Ávila también nos enseña sobre esta firmeza en la fe. Ella hablaba de una “determinada determinación” de no detenernos hasta llegar a Dios. “Aunque se hunda el mundo”, nos dice, debemos mantenernos firmes, con la mirada puesta en el Señor. Esta determinación no es una obstinación ciega, sino un compromiso profundo con la obra de Dios, con nuestra santidad personal y con nuestra misión en este mundo.
Fortaleza: Un don sobrenatural
No debemos olvidar que la fortaleza no es solo una virtud que cultivamos con nuestro esfuerzo. En su bondad, Dios nos da también el don de fortaleza, que nos hace firmes en la fe y constantes en la lucha diaria. Como dice el Salmo 42: “quia tu es, Deus, fortitudo mea” – "Tú eres, Señor, mi fortaleza". Esta fortaleza sobrenatural nos permite enfrentar los combates de la vida, pero no elimina las dificultades ni los sufrimientos; nos capacita para afrontarlos con serenidad y confianza en Dios. En nuestra búsqueda de santidad, la fortaleza es esencial. Nos permite ser constantes, sobre todo en los pequeños detalles de la vida cotidiana. Es en esos momentos ordinarios, a menudo invisibles, donde se forjan los santos. La paciencia en las pruebas, la perseverancia en nuestras responsabilidades y la confianza en que Dios camina a nuestro lado son claves para alcanzar la santidad.
Heroísmo en lo ordinario
Así, podemos sentirnos llamados a vivir con heroísmo, no solo en momentos excepcionales, sino en lo ordinario. Esto se manifiesta en la forma en que enfrentamos nuestras obligaciones diarias, en cómo respondemos a las pruebas, y en la generosidad con la que nos entregamos a los demás. La fortaleza nos ayuda a resistir la tibieza espiritual, a no conformarnos con lo fácil o lo cómodo, sino a aspirar siempre a más. Esta aspiración no se trata de grandes gestos heroicos, sino de pequeños actos cotidianos realizados con amor y fe.
San Agustín, en una de sus reflexiones sobre la fortaleza, dijo: “Ipsatenente, non curris; Ipsa duce, non fatigaris” – "Con María sosteniéndote, no te cansas; con ella guiándote, no te fatigas". Si mantenemos esta actitud de confianza en Dios y en la intercesión de María, seremos capaces de perseverar hasta el final.
Aplicación práctica: Fortaleza en lo cotidiano
¿Cómo podemos aplicar esta virtud en nuestras vidas diarias? Pensemos en situaciones concretas: cuando enfrentamos dificultades en el trabajo, problemas familiares o enfermedades. Es fácil caer en la desesperanza o en el desánimo. Sin embargo, la fortaleza nos invita a ver estas situaciones como oportunidades para crecer en fe y confianza en Dios.
- Perseverancia en el trabajo bien hecho: Realizar nuestras tareas diarias con dedicación y sin quejarnos, ofreciendo todo como una ofrenda a Dios. - Paciencia en las pruebas: Enfrentar los contratiempos con una actitud de serenidad y entrega, sabiendo que Dios está con nosotros. - Confianza en la providencia: Recordar que, aunque no comprendamos el porqué de nuestras dificultades, Dios tiene un plan perfecto para nosotros.
Conclusión
La fortaleza no es una virtud reservada a héroes o santos excepcionales, sino que está al alcance de todos los que desean seguir adelante en su camino hacia Dios. En los momentos de prueba o cansancio, recordemos que no estamos solos en esta lucha. Contamos con el don del Espíritu Santo, que nos sostiene, y con el amor del Padre, que nunca nos abandona. Como decía Santa Teresa, “importa mucho y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a Él”. Incluso si el mundo parece desmoronarse a nuestro alrededor, la fortaleza nos permite avanzar con la confianza de que Dios, nuestra roca y salvación, nos acompaña siempre.
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