Irène Joliot-Curie nació el 12 de septiembre de 1897 en París, en el seno de una familia que se movía entre el reconocimiento y la presión, ya que era hija de la célebre Marie Curie, doble galardonada con el Nobel, y de Pierre Curie, otro laureado en la misma disciplina. Irène creció en un entorno donde la inteligencia y la genialidad parecían ser requisitos de nacimiento.
Irène Curie y Frédéric Joliot, fotografía de 1945
Sin embargo, el peso de esos apellidos ilustres no solo traía consigo ventajas; también significaba caminar constantemente a la sombra de unos padres cuyas hazañas eran demasiado grandes para que cualquier hija pudiera aspirar a igualarlas.
Con el tiempo, Irène decidió que su destino no podía ser otro que el de sus antecesores. Estudió física y química en la Universidad de París, un reflejo de sus orígenes, un eco de su linaje.
La muerte de Pierre, su padre, dejó un vacío que, de algún modo, Irène parecía destinada a ocupar. Marie Curie, con su mirada sabia y profunda, la tomó bajo su ala, convirtiéndola en su confidente y colaboradora. Desde muy joven, Irène demostró una inteligencia desbordante; con solo once años, ya se adentraba en las complejidades de las matemáticas avanzadas y a los trece emprendía viajes en solitario, pasando largas estancias con amigos íntimos de su madre mientras esta se sumía en conferencias o se recluía en su laboratorio.
En el instituto Sevigné, su talento se convirtió en leyenda. En un gesto que denotaba su precocidad, le permitieron enseñar matemáticas y física a sus compañeros. A los catorce años, aprobó la primera etapa del bachillerato con un año y medio de anticipación y, por si fuera poco, con matrícula de honor. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, ingresó en la Sorbona para estudiar las ciencias que tanto la apasionaban, mientras también se matriculaba en un curso de enfermería. Para ese entonces, Marie la trataba como a una amiga y compañera, llevándola incluso al frente, donde había dispuesto una flota de sesenta unidades portátiles de rayos X, que se conocían como “las pequeñas Curie”.
En cuestión de meses, Irène se encontró sola, al mando de una instalación radiológica de campaña en Hoogstade. Sin más compañía que su determinación, radiografiaba a los heridos y realizaba cálculos geométricos para guiar a los cirujanos en la localización de balas y metralla en los cuerpos de los soldados.
Alcanzó la mayoría de edad formando a enfermeras para que tomaran su lugar cuando ella se trasladara a otro punto del conflicto. Amiens fue su siguiente destino, donde, impulsada por un deseo inquebrantable de aprender, adquirió la habilidad de reparar los aparatos de rayos X, convirtiéndose en una experta técnica en un campo que aún era un terreno poco conocido.
Regresó a París en 1916 y comenzó a impartir un curso de rayos X en el nuevo Hospital Edith Cavell. Su afán por el conocimiento no conocía límites; volvió a matricularse en la Sorbona, y tras un esfuerzo que le hizo honor a su herencia, se graduó con matrícula de honor en matemáticas y física. En 1920, dio un paso decisivo en su carrera al convertirse en asistente en el laboratorio Curie del Instituto del Radio de la Universidad de París, un espacio dedicado a la investigación y enseñanza de la radiactividad.
Su tesis doctoral, presentada en 1925, fue una obra que prometía marcar su nombre en la historia científica: “Recherches sur les rayons alfa du polonium, oscillation de parcours, vitesse d’émission, pouvoir ionisan..” En ella, se adentraba en el estudio de las partículas alfa, aquellos núcleos de helio-4 que ella había decidido convertir en su campo de batalla intelectual. Así, Irène no solo continuó el legado de su madre, sino que empezó a forjar el suyo propio, en un mundo que aún se resistía a reconocer el poder de las mujeres en la ciencia.
El laboratorio, como un altar donde la ciencia se entrelaza con el amor, fue el escenario donde conoció a Frédéric Joliot, su asistente y, pronto, su esposo. Fue un encuentro marcado por la chispa de la curiosidad y la admiración, un amor tan fulgurante que, en un abrir y cerrar de ojos, deciden casarse. De esa unión nacieron dos hijos, Helena y Pierre, herederos de una estirpe científica que parecía ineludible.
La vida de Irène no solo fue un reflejo de su linaje; también se tornó un campo de batalla por los derechos de las mujeres. Tras la muerte de su madre en 1934, su lucha se intensificó, abogando por la igualdad en el ámbito científico. Se postuló en tres ocasiones a la Academia de Ciencias de Francia, no por deseo personal, sino para reivindicar la capacidad de las mujeres en un mundo que aún las relegaba a un segundo plano.
Aunque logró un puesto importante en la Fundación Nacional de Ciencias, su carácter impetuoso y su falta de paciencia no tardaron en llevarla a abandonar el cargo, revelando que la herencia de los Curie no solo incluía el talento, sino también un espíritu indomable, marcado por la impronta de su padre, un hombre de ideales claros y poco dispuesto a someterse a las convenciones.
El matrimonio Joliot-Curie se convirtió en un dúo imbatible en el campo de la física nuclear, profundizando en los secretos del átomo y el núcleo, contribuyendo al descubrimiento del neutrón y, posteriormente, desarrollando elementos radioactivos.
En 1935, la pareja recibió el Premio Nobel de Química, un reconocimiento que simbolizaba tanto su esfuerzo conjunto como el hondo legado que llevaban en su ADN.
Pero su vida no estuvo exenta de sombras. Años más tarde, la política se interpondría en su camino y su vinculación con el Partido Comunista Francés la llevaría a ser excluida de la Comisión Francesa de Energía Atómica.
La historia de Irène es la de una mujer capaz de atravesar barreras, pero también la de una lucha constante contra el estigma de ser “la hija de”.
En 1956, Irène Joliot-Curie falleció a los 59 años, víctima de la misma leucemia que había reclamado a su madre, una enfermedad que llegó por el excesivo contacto con la radiación en su trabajo. Su esposo la siguió dos años más tarde, dejando tras de sí una obra monumental en la construcción del conocimiento nuclear.
Irène no solo dejó un legado científico; su vida es un testimonio de la capacidad de las mujeres para escalar las cimas del saber y la resistencia en un mundo que a menudo las relegaba a un segundo plano. Una historia que, en su esencia más pura, no solo es científica, sino también profundamente humana, donde el amor, la lucha y la búsqueda de la verdad se entrelazan en un relato que merece ser contado.
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