Quien venga por vez primera, a esta ciudad de embeleso, debe tener su alma abierta sin trabas o impedimentos.
Porque Córdoba es ciudad, para verla con empeño, gozando de sus callejas, jardines y monumentos.
Para aspirar sus perfumes, y disfrutar del misterio, que proporcionan sus patios con mil flores de ornamento.
Gitanillas y claveles, geranios recién abiertos, y buganvillas que trepan por los muros, en concierto.
Hay que ver la Judería, y dar un largo paseo, por sus intrincadas calles para apaciguar los nervios.
Y ¿cómo no?, la Mezquita, con la Catedral que hay dentro, y que es, desde el siglo trece, de los católicos Templo.
Y visitar el Alcázar, el recinto palaciego, de nuestros Reyes Cristianos con sus jardines de ensueño.
Mirando al Guadalquivir el río más grande y señero, que circunda a la ciudad dándole un abrazo eterno.
Sin olvidar las estatuas, que, en plazas y recovecos, rememoran un pasado de efemérides repleto.
No hay que perderse tampoco, la Iglesia de San Lorenzo, y las demás fernandinas lindas joyas del medievo.
Ni el Cristo de los Faroles, cuesta del Bailío y Realejo, torre Malmuerta y Fuensanta con rejas mirando al Cielo.
Como brindo este romance, al generoso viajero, que nuestra ciudad visita, me atrevo a darle un consejo:
No tengas prisa por irte, o ven en otro momento, porque te quedan por ver cien palacios y senderos.
Y cuando estés en tu tierra, disfrutando del recuerdo, verás que Córdoba está para siempre en tus adentros.
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