Cada 8 de diciembre los católicos de tradición hispánica armamos el pesebre. Quienes provenimos de los barcos que trajeron a nuestros padres o abuelos, solemos agregar el árbol y nos ocupamos de adornar la casa con el resto de los dispositivos navideños, sobre todo pensando en los chicos, los tengamos lejos o cerca, en fuga.
En Alemania, en Escandinavia (que es lo que conozco), los árboles son naturales, se compran en viveros o quioscos de estación e, incluso, se distribuyen entre vecinos, cuando las familias habitan a la vera de un bosque.
En Argentina demasiado si hoy, atento a una economía con menor inflación y dólar “planchado”, se dice, que no obstante (aunque no se diga) impulsa un alza desfachatada a toda hora de precios en alimentos y en productos estacionales, demasiado – digo - si algunas familias compran gigantescos (o pequeños) árboles de plástico.
Acorde a tal estética, consecuencia de las altas temperaturas de casi toda Sudamérica y de quienes no viven en barrios cerrados o en vastos campos, continúa, menos mística, la costumbre de abrir, ansiosos, los regalos que trae un Papa Noël con su verosímil indumentaria, quizás porque la sorpresa de un nuevo objeto nos quita por un rato el temor a un año difícil que se va y a otro incierto que llega. Los más creyentes asisten a las actividades públicas callejeras e iglesias abiertas, habida cuenta del fin comunitario cristiano, a veces olvidado durante el transcurso del año.
Como si la Nochebuena nos siguiera atrayendo por su intrínseca bondad y las preocupaciones adultas pudieran verse superadas un instante, se repiten lagrimones y sonrisas: la noche de paz se acerca, la “heilige Nacht” de la célebre canción de Franz Xaver Gruber, compositor austriaco nacido en el siglo XVIII.
Cada 8 de diciembre, pues, luego de que los niños colocan en el pino la flamante estrella y lo decoran, con ayuda de padres o hermanos mayores – semblanza en el azul, oro, plata o colorado de moda -, comenzarán los debates sobre la comida a servir el 24. Quién lleva el postre, quién se encarga de transportar a los que carecen de movilidad propia y, sobre todo, si el ágape se hará afuera o adentro, según llueva o se esté en necesidad de permanecer con el aire acondicionado encendido o bajo las paletas incesantes de algún ventilador. En el Norte hay menos opciones por el frío invernal.
Pero, conforme se van sucediendo las noticias y la incertidumbre que avanza en el mundo entero, acompañada de horror o sin él, guerras, asaltos, delitos, etcétera, sería oportuno que pensáramos en el Nacimiento. Somos sujetos racionales, la razón exige también esfuerzo… Creamos en la Virgen de la Inmaculada Concepción o sólo en la madre de Dios, o en ninguna de ellas, si la esperanza implica espera, cuanto menos lejana se nos haga a los mortales en el presente que sabemos conseguir, tanto mejor, ¿verdad? Como una vez comentó un agnóstico sueco, el árbol se arma en Estocolmo porque es una tradición aunque no se crea en Dios. Yo estaría de acuerdo con esa lógica, si viviera en el Estado de bienestar de los escandinavos. Las tradiciones, como los ritos y las leyendas acompañan la vida, en efecto, y van construyendo modelos sociales. Pero si para los ateos (los hay furiosos y los hay tranquilos), Dios es dios, es decir, solo un signo, no está mal prestar atención a las creencias, que también forman parte de la cultura.
Será por esto que el 8 de diciembre pasado, como tantos otros, adorné mi casa, armé el pesebre, recé un poco y me acordé de las navidades de mi infancia: íbamos a misa con los parientes católicos y con papá, protestante, yo a la Iglesia del Pastor Klee en la calle Esmeralda. Quizá no había fulgor ni muchos regalos, pero fe y una (ligera y menos infantil) esperanza en nuestro futuro.
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