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Falsarios de las letras

Cuando se acerque el fin, ya no quedarán imágenes del recuerdo; solo quedarán palabras, como dijo Borges en uno de sus cuentos
Vicente Manjón Guinea
sábado, 28 de diciembre de 2024, 12:06 h (CET)

ESCRITORES ACADEMICOS


Uno se hace viejo y el paso del tiempo no perdona. Cuando uno mira al interior de sí mismo se da cuenta de que toda aquella inocencia de juventud y ese espíritu de querer cambiar el mundo se ha tornado en una resabia picardía, en una especie de rebelde descreimiento. Probablemente porque el paso de los años no perdona. Sobre todo, si uno se ha preocupado de leer, de abrir los ojos, de afinar el oído y de agudizar el olfato y el sabor ante las agridulces vicisitudes de la vida.


A medida que se cierra el telón del escenario uno contempla con mayor claridad lo que ahí se ha representado. La pantomima que ha resultado ser todo esto. Hay quienes han preferido estar siempre en primera fila. Se han bañado en una vanidad de oro y han colmado de réditos al mundo del marketing y de los negocios. Hay, por el contrario, quienes se han acomodado en un discreto asiento en la última fila de ese patio de butacas. Se han escondido de los focos y han preferido trabajar amparados por un silencio de amanecer o un sigilo nocturno de ave rapaz.


Son aquellos que, al despuntar el alba o al ulular de la lechuza, se han dedicado a hacer aquello que ha sido su pasión. Animados a escribir por un narcotizante impulso.  Han dedicado su vida a un simple y llano oficio. El oficio de escribir, según Cesare Pavese. Porque cuando se acerque el fin, ya no quedarán imágenes del recuerdo; solo quedarán palabras, como dijo Borges en uno de sus cuentos. «Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos».


Fue Stefan Zweig quien dijo en El mundo de ayer, que los grandes hombres son siempre los que viven de forma más sencilla. Una opinión que hoy día chirría, pues lo que verdaderamente parece que importa es ser popular. Estar en la cresta de la ola y del foco.


Quizá por culpa de esas arrugas de incredulidad que deja el paso del tiempo, como surcos en la arena de un campo arado, ya no me atrae la fascinación de un tipo como Hemingway, luchador libertario, bebedor y fogoso amante, cazador de alimañas y de fotografías en el fragor de la contienda. Tampoco me creo las arengas de un Sartre libertario propagandista del maoísmo en la boca del metro de Saint-Germain de Prés, junto a su secta de acólitos.


La serenidad de los años me ha hecho refugiarme en otro tipo de literatura contraria a la que me pudiera emocionar en mi juventud. La vejez firma el fin de la vida como el último acto de una representación, decía Cicerón. Una representación en la que debemos evitar la fatiga. Por eso, me dejo llevar por una especie de escritura germinada en la honradez que arrastra consigo la imparcialidad. La fidelidad a la propia conciencia. Tejida con todos y cada uno de los despropósitos y frustraciones con las que uno pueda encontrarse en su trayectoria vital. Lejos de esos sonidos estruendosos y altisonantes. Apartados del vocerío y de los luminosos destellos en los que los fuegos de artificio son presentados como verdades absolutas.


La vida está llena de contradicciones. De situaciones enrevesadas que pueden convertir a la víctima en verdugo y al inocente en culpable. Nadie está libre de que todo se torne y esa fragilidad del destino debe estar en la literatura. Me gusta adentrarme en las memorias de Baroja, en las poesías de Jaime Gil de Biedma, en las palabras de Natalia Ginzburg que te acarician el rostro como un pañuelo de seda y esperanzas. Ya no me importan los espejismos. Prefiero el cristal traslúcido. La entereza de un periodista como Chaves Nogales para relatar la verdad de lo que ve. Prefiero el coraje de Rafael Chirbes para sacar a la luz la raíz de la maleza anegada, aún con el riesgo de que la pestilencia del agua estancada le manche la ropa y las manos, y le lleve al desprestigio. Señalado y silenciado por quienes hacen de su literatura una doctrina, una fe, una ideología ciega, frente a la insobornable rebeldía del escritor nacido en Tavernes de la Valldigna.


Puede que tiempo atrás, embaucado por sus versos, por la ignorante inocencia de la juventud, llevara a lomos de caballo las poesías de Alberti como un estandarte de libertad. Sonidos de canciones a galope. «A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar». Hipnotizado por esa intelectualidad de foto y escaparate. Como en una película de continuados sketchs publicitarios. Una belle époque en labios de María Teresa de León, compañera y amante del poeta oriundo del Puerto de Santa María. Pero al correr del tiempo y las lecturas, hay algo que se remueve en mi interior. Una especie de traición. Siento haber sido engañado como un crédulo analfabeto que se deja engatusar por el brillo de las lentejuelas.


Leo las magistrales líneas de Manuel Chaves Nogales en su libro A sangre y fuego y observo los dientes de la falsedad sin envoltorio alguno. Descubro perplejo como, en mitad de la miseria y del hambre, «llegaba un grupo de intelectuales antifascistas entre los que iba el poeta Alberti, con su aire de divo cantador de tangos. Un Bergamín —en palabras de Chaves Nogales— con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado, y María Teresa de León, rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura…».


Releo esas palabras y me vuelve a la mente aquella anécdota de Miguel Hernández, poco antes de perder la guerra y huir hacia su pueblo. Ese momento en que el poeta de Orihuela llega errático y agotado del frente. Arrastrando polvo, miseria y hambre llegó exhausto al Palacio de los Heredia Spínola, donde tenían la sede la Alianza de Intelectuales que presidía Bergamín. Al entrar, Miguel Hernández observó en la mesa los restos de un pantagruélico banquete e inmediatamente mostró su indignación. No pudo soportar que mientras los milicianos pasaban penalidades en las trincheras, allí corriera el vino como en un banquete romano. El poeta, colérico, escribió en uno de los encerados: «Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta». La única mujer presente era María Teresa de León, que se dio por aludida y lanzó un puñetazo a la espalda del poeta. Alberti, intentando pacificar la tensión, se acercó a Miguel Hernández, y en un alarde de machismo que deja a las mujeres como tontas e inútiles le dijo: «Ya sabes como son las mujeres. Pero si quieres puedes venir con nosotros. El avión nos llevará a África». Ante la inminente entrada en Madrid de los nacionales, tenían la huida preparada. Miguel Hernández fijó la mirada en Alberti y dijo: «Yo me vuelvo a mi pueblo». Todos sabemos lo que vino después. El lento peregrinar de cárcel en cárcel de Hernández hasta morir.


VIENTO DEL PUEBLO


Por eso, ahora, cuando veo sobre la estantería aquellos libros que tanto me fascinaron en mi juventud, Sobre los Ángeles, Marinero en tierra, Entre el clavel y la espada…, «nuevamente comienzan a pasar viejos trenes por mis sueños», tal como dijera el propio Alberti. Pero en esta ocasión soy consciente de la falsedad que representan. Del timo entre la escritura y la vida real. De la escenografía del espectáculo. Del patio de monipodio de esos artistas entregados al gobierno de la buena vida. Tanto es así que un poeta británico, Stephen Spender, se preguntaba asombrado: ¿cómo es que los fotografiados en los periódicos eran siempre Alberti, Neruda o Malraux?


Me pregunto si en nuestros días quedan tipos como Sábato, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Clara Campoamor o Arthur Koestler. Individuos del mundo de las letras que echen sobre sus hombros la verdad. Que se aparten del foco para sacar a la luz, no ya su rostro, sino las penalidades del oprimido. Hombres y mujeres que defiendan el humanismo, el pensamiento y la poesía como una manifestación del espíritu y no de una ideología. Escritores que, lejos de ser barrigas agradecidas, sean testigos insobornables de su tiempo. Con el suficiente coraje para levantarse contra el oficialismo y siendo fieles a su propia conciencia.


PULCHINELA


¿Los hay?


Sí. Creo que sí los hay. Al menos, eso espero.

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