En un rincón de la Baja Sajonia, bajo los cielos grises que presagiaban el invierno eterno, una mujer de espíritu indomable escribía con mano firme y latín perfecto. Se llamaba Hroswitha, "la voz poderosa" y su pluma era un arma tanto como su fe.
Nacida entre el año 930 y 935, en los días en que Europa aún despertaba del letargo de las invasiones, esta canonesa benedictina de Gandersheim transformó su convento en un faro de luz y letras interesándose por las ciencias del trivium y del quadrivium desde su “ora et labora”; e incluso tradujo las obras científicas árabes principales.
El trivium, los "tres caminos" o "tres vías", el conjunto de disciplinas centradas en el uso del lenguaje y la elocuencia, disciplinas que se explicaban mediante la máxima: Grammatica loquitur, Dialectica vera docet, Rhetorica verba colorat, o sea "la gramática habla, la dialéctica enseña la verdad, la retórica embellece las palabras". Estamos hablando de gramática (lingua, "la lengua"), de dialéctica (ratio, "la razón") y de retórica (tropus, "las figuras"). Esenciales para acceder al quadrivium, los "cuatro caminos", que hermanaba respetando su independencia a disciplinas como las matemáticas, geometría, astronomía y música, bajo otra máxima: Arithmetica numerat, Geometria ponderat, Astronomia colit astra, Musica canit, lo que traducido sería: "la aritmética numera, la geometría mide, la astronomía observa los astros, la música canta". Decía el filósofo Arquitas de Tarento (428-347 a. C.), que estas cuatro ramas componían el núcleo del conocimiento matemático. En el marco del trívium y el quadrivium se estudiaban la aritmética o numerus, los números;, la geometría o angulus, los ángulos; la astronomía u astra, los astros; y, la música o tonus, los sonidos.
Hroswitha no era una monja cualquiera, había sido criada bajo la tutela de Gerberga, una abadesa noble y culta que compartía linaje con emperadores y encontró en el claustro no en una prisión, sino un universo de posibilidades; y, allí, aprendió que las palabras podían ser más afiladas que las espadas y que, incluso en el retiro de una abadía, una mujer podía erigirse como voz de su tiempo y trascenderlo.
Inspirada por los grandes poetas latinos como Virgilio, Ovidio y el irreverente Terencio, Hroswitha escribió como quien quiere apropiarse de un idioma que parecía reservado para los hombres, para los hombres cultos. Pero en sus manos, el latín no celebraba las glorias mundanas de héroes y dioses, sino la pureza triunfante de las vírgenes y la resistencia de los mártires, la pureza triunfante qutriviue da ejemplo.
Fue la primera desde la caída de Roma en componer teatro en latín y lo hizo con la intención de "exorcizar" a Terencio, ese pagano cuya elocuencia ella admiraba, pero cuyas historias consideraba moralmente corrosivas.
En su comedia Dulcitius, por ejemplo, ridiculiza a un prefecto romano que, cegado por sus deseos, termina abrazando ollas cubiertas de hollín en lugar de las doncellas cristianas que pretendía ultrajar. Con mordaz humor y firme convicción, Hroswitha demostraba que incluso la tragedia podía tener destellos de ironía y justicia divina.
Sus dramas, que sustituyeron a Terencio en el convento, fueron leídos con asombro siglos después. En ellos, las heroínas no se rendían ante las tentaciones o la adversidad. La virginidad, en su obra, no era un capricho o un voto eclesiástico ni religioso siquiera, sino un emblema de libertad y resistencia. Hroswitha entendía bien el poder de las historias, sabía que en un mundo de hombres, las palabras de una mujer podían sembrar dudas, inspirar cambios y desafiar el orden establecido.
No menos impresionante es su poesía. En sus hexámetros dactílicos resuenan ecos de los clásicos, pero también de la fe que impregnaba su vida. En De Gestis Oddonis I Imperatoris, celebra las glorias de Otón el Grande, emperador bajo cuyo reinado germinó el renacimiento cultural que marcó el siglo X despertando de invasiones y guerras.
Su obra no es solo un testimonio literario; es también un valioso documento histórico que narra los hechos con la mirada de quien los vivió en primera línea.
Y, sin embargo, Hroswitha sabía que su talento era una anomalía en su tiempo. En el prefacio de sus obras, admite el temor de ser juzgada, no por sus ideas, sino por el mero hecho de ser mujer. Ahí radica su grandeza, en haber escrito no a pesar de su condición, sino desde ella; en haber alzado su voz poderosa, como un ruiseñor que canta a contracorriente del viento y del tiempo.
Hoy, su legado persiste, aunque no siempre con la fuerza que merece. Hroswitha no solo fue una escritora medieval, fue una pionera, una rebelde pero con causa, una sombra alargada en los márgenes de una historia que aún lucha por reconocer plenamente a sus grandes mujeres, pero que dejaron una sombra o mejor una iluminación larga y constante, enhiesta de conocimiento y sueños.
|