Gabrielle Émilie Le Tonnelier de Breteuil, Marquesa de Châtelet, viene al mundo en el París de 1706, en pleno esplendor de la Francia absolutista. Hija del barón Louis Nicolas Le Tonnelier, hombre culto y hábil en las intrigas de palacio; y de Gabrielle-Anne de Froulay, dama discreta de alta cuna. Desde niña demostró que las reglas del juego social y los corsés de la época no iban con ella.
Desde la infancia, intelecto precoz en un mundo masculino
Criada en un hogar donde los diplomáticos y los matemáticos pasaban como el pan y el vino, Émilie se empapó de ideas audaces. Su padre, aficionado a la ciencia, le permitió estudiar como si fuera varón. Así, mientras otras niñas aprendían bordado, ella devoraba a Cicerón y a Aristóteles y se familiarizaba con las matemáticas. A los doce años dominaba cuatro idiomas y discutía filosofía con quien se le pusiera enfrente. Todo ello sin abandonar el clavecín ni el arte de montar a caballo, pues entendía que ser culta no estaba reñido con deslumbrar en sociedad.
Matrimonio y sociedad
A los diecinueve años la casaron con el Marqués du Châtelet, un arreglo más práctico que romántico. Él era un militar respetable pero no demasiado brillante y ella, ya por entonces, deslumbraba en los salones de París. La unión le permitió moverse en los círculos de poder, pero pronto la marquesa dejó claro que sus intereses estaban en los libros, no en las intrigas de Versalles. Entre hijos, amoríos y discusiones filosóficas, su vida social fue intensa. No le importaba escandalizar a las buenas conciencias a la dama que paseaba entre matemáticos y era también conocida por sus libertinos amores con personajes como el Duque de Richelieu o el astrónomo Maupertuis.
Voltaire y Cirey: un refugio para la ciencia
Cuando el destino la cruzó con Voltaire, saltaron chispas, se entendieron a un nivel que iba más allá de lo carnal y, juntos, convirtieron el castillo de Cirey en una fortaleza intelectual, donde se leía a Newton y a Leibniz, a la vez que se debatían los secretos del universo. Ella, que no podía entrar en las academias ni en los cafés donde se hablaba de ciencia, decidió cambiar las reglas del juego. Vestida de hombre o armada de una lógica demoledora, desafiaba prejuicios y barreras.
El marido consentía aquella relación y Voltaire vivía incluso en su palacio compartiendo ambos su conocimiento. Mientras Voltaire escribía, ella no se quedaba atrás y tradujo las complejas teorías de Newton al francés, dotándolas de una claridad que solo el rigor de su mente podía ofrecer. Su trabajo no era un eco de su amante sino suyo propio. Cuando Voltaire publicó Les Éléments de la Philosophie de Newton, fue Émilie quien le prestó las alas.
El ocaso: amor y matemáticas
Años más tarde, mientras trabajaba en su traducción de los Principia Mathematica, un nuevo amor apareció en su vida: el joven y apuesto Saint-Lambert. Su intuición le decía que la maternidad, inesperada a sus cuarenta años, sería su fin como así fue. La marquesa se enfrascó en terminar su obra, dejando para la posteridad una de las contribuciones más importantes a la ciencia. El día de su muerte, escribió la última línea de su traducción y, poco después, el mundo perdía a una de las mentes más brillantes de su tiempo.
Émilie du Châtelet: El genio irreverente que desafiaba dogmas
Con la Institutions de Physique (1740), Émilie du Châtelet dejó de ser una dama ilustrada de salón para convertirse en una figura central de la ciencia del Siglo de las Luces. Presentada como un texto didáctico para su hijo, Louis Marie Florent, el tratado trascendía las apariencias, era un análisis riguroso del estado de la física contemporánea. En sus páginas, Du Châtelet desentrañaba y debatía las teorías de Newton y Leibniz, aportando una perspectiva única en un entorno francés aún aferrado al cartesianismo. En una época en que Leibniz era poco más que un eco deslucido para la mayoría de los intelectuales franceses, incluso Voltaire criticó el interés de Émilie por su pensamiento. Pero ella reconoció en el filósofo alemán una lógica inmaculada y un optimismo cósmico que describía un universo perfecto y racional.
Du Châtelet se convirtió en una mediadora de ideas entre Newton y Leibniz. Aun reconociendo la monumentalidad del primero, no dudó en desafiarlo considerando excesiva su fijación con el momento lineal —producto de la masa y la velocidad—, decantándose por la mente despierta de Leibniz, una concepción revolucionaria que hoy llamamos energía cinética. Esta postura, casi herética, le supuso enfrentamientos con los seguidores de ambos campos, pero su compromiso con la verdad científica prevaleció. Ejemplo de ello fue su decisión de retractarse públicamente en Institutions de Physique, desautorizando una nota favorable al newtonianismo que había incluido en un trabajo previo sobre el fuego. La Academia ignoró su solicitud de corrección, pero Émilie respondió como siempre lo hizo: publicando, debatiendo y manteniéndose firme.
En paralelo, el texto desató otra controversia, esta vez personal: Samuel König, su preceptor, leibniziano convencido, la acusó de haber plagiado sus lecciones. Aunque Voltaire y Maupertuis salieron en su defensa, la disputa dividió opiniones, incluyendo figuras tan relevantes como Federico II y Mme. de Graffigny. Estas luchas no empañaron su éxito y la obra fue reconocida por su agudeza en los debates científicos de la época; y, en 1746, Émilie fue admitida en la Academia de Ciencias de Bolonia.
Su Réponse à la lettre de Mairan (1741) marcó un hito en la historia de la ciencia y por primera vez, una mujer sostuvo un debate público con un hombre, Dortous de Mairan, defensor del cartesianismo. La marquesa no solo refutó las críticas de su oponente sino que lo hizo con tal claridad que consolidó su posición en un ámbito dominado por varones.
A este espíritu combativo se sumaba otra faceta: la reflexiva y filosófica. Su Discours sur le bonheur (1779), escrito en los últimos años de su vida, tras la ruptura amorosa con Voltaire, no fue publicado hasta décadas después de su muerte. Este ensayo breve es un canto a la felicidad desde una óptica epicúrea, aunque impregnado de tensiones sentimentales y una aguda introspección. Para Émilie, la felicidad nacía de liberar la mente de prejuicios, cultivar las pasiones y abrazar la ilusión como fuente de placer. "El amor al estudio", -sentenció-, "es la pasión más necesaria para nuestra felicidad, un recurso seguro contra la adversidad, una fuente inagotable de placer".
Su traducción de los Principia de Newton al francés (1759) fue otro de sus logros cumbres. Esta obra, más que una simple traducción, era una hazaña titánica, un compendio comentado que desmenuzaba la complejidad newtoniana para hacerla accesible a un público más amplio. Émilie, consciente de la fragilidad de su vida, completó esta obra contra el reloj mientras afrontaba el embarazo que finalmente sería fatal. Apenas seis días antes de su muerte, envió el manuscrito final a la Biblioteca Real.
Legado de una mujer eterna
Émilie de Châtelet fue traductora, filósofa y científica, una mujer que se atrevió a pensar en una época que relegaba a las mujeres al silencio. En su honor, un asteroide y un cráter de Venus llevan su nombre y su historia sigue inspirando a quienes no temen desafiar al destino.
Su legado, en gran parte ignorado tras su muerte, ha resurgido con fuerza en tiempos recientes. Más allá de su obra publicada, su correspondencia revela el alcance de su intelecto y su red de relaciones con figuras clave de su época. Voltaire, Maupertuis, Federico II y otros nombres ilustres formaron parte de este intercambio epistolar, aunque la recopilación de cartas entre ella y Voltaire se ha perdido, dejando una sombra de misterio sobre su relación.
Mme. Du Châtelet fue un espíritu inconformista y brillante que desafió las convenciones de su tiempo. Su vida y obra nos recuerdan que el conocimiento y la pasión son armas formidables frente a cualquier barrera, incluso aquellas impuestas por los prejuicios de la sociedad.
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