El 8 de octubre de 2024, el escritor vasco Fernando Aramburu dedica una crónica en su columna de “El País” a la poeta, narradora y ensayista zaragozana Ana María Navales. Alude a otro escritor español, Manuel Vilas, que considera “en el olvido” a esta dedicada docente, experta en Virginia Woolf y en el Grupo Bloomsbury. Probablemente, se trata esa expresión, de la lógica de un lector atento a la inmensa obra de Ana María, que verá como Aramburu, yo y cualquier mundano, cientos de versos improvisados, vacíos o pretenciosos que se reiteran, vaya a saberse el porqué; ensayos, tesis y tesinas en el horizonte de los incomprensibles senderos textuales que se bifurcan merced a centros académicos y universitarios que obligan a sus educandos a que produzcan esos presuntos comprobantes de sabiondez. Quizá, por aquello de que la cultura y el conocimiento se hacen “al andar” no solo mediante la experiencia. Razonamiento el de Vilas, que supongo también propio de todo aragonés, literato o no, en busca de su autor, a quien no olvida. Aragón es un centro orgulloso de artes y de letras en la Península. Y si de algo no carecía Ana María Navales era precisamente de raíces y terruño; sí, de hipocresía y cinismo pues le sobraba contundencia ¡de las dignas!
Desde “Viaje a Alemania con Clara”, pasando por “Patria” y tantos otros textos, la novela “Los Vencejos”, de Aramburu, lo coloca entre los del buen decir de sus tierras. A mi juicio, es uno de sus mejores textos por su originalidad, ironía y ternura. A él y a Vilas, a Aragón y el mundo literario, les tengo una buena noticia: después de la insistencia por parte de la comunidad escolar, en el Colegio “Ana María Navales”, ubicado en el barrio Alcosur de Zaragoza, se estarían ejecutando las merecidas obras finales de ampliación. (Navales fue también allí una recordada profesora de Literatura).
La alta poesía requiere de memoria. Instalada o no en el imaginario de cada artista, hablar (obstinadamente) de derechos autorales si no eres abogado, constituye hoy en la cultura, como dijera Jacques Lacan, una suerte de prejuicio: nada se inventa, todo se recrea; tal vez hay nuevas formas, estilos. Pero no hay que exagerar: las vanguardias de la contracultura requieren de inteligencia, conocimiento, sensibilidad y trabajo, mucho trabajo. Aramburu, Vilas, los que escribimos lo sabemos bien.
Palabras estas, todas, que fluyen para esta nota que elijo porque poetas y ensayistas como Ana María Navales continúan ensanchando la cultura hispánica perteneciente a los españoles y a los “criollos” que abrevamos en nuestros maestros regionales y también en los hispanos, europeos. Tuve la fortuna de vincularme en amistad a esta mujer rebelde como el viento, tenedora de un saber literario enorme. Ella consideraba que si la poesía hubiera podido expresarse sin lenguaje escrito, sería veraz a pleno… Lo que le preocupaba a Ana María, en efecto, era la convicción de sus principios, solía indignarse frente a la estúpida reiteración de lo banal y a la crítica malintencionada disfrazada de prestigio. Su coherencia expulsaba de por sí a los copiones, superficiales, narcisistas, pretenciosos. Vivía para sus estudios, poemas, cuentos y novelas; enseñaba y viajaba por el mundo. Cientos de documentos obran hoy en la biblioteca universitaria que la supo tener en sus claustros como docente y dan cuenta de la profundidad de sus hallazgos y biografías. En la Universidad de Zaragoza luce todo ese material y su biblioteca personal desde 2014. Están sus artículos, críticas, investigaciones, poemarios; ensayos, novelas y relatos. Asimismo, la narrativa y poética, filosofía y bibliografía de otros, transitadas por ella en vida.
Roberto Bolaño la describió en sus memorias como un huracán sabio, una singular aparecida de las Letras. Iris M. Zavala, una importante hispanista, la admiraba. Rafael Alarcón Sierra, Juan Antonio Tello, entre tantos otros, dedicaron trabajos sobre su obra enjundiosa, profunda e intensa. Los alumnos del colegio alemán la adoraban, dejó discípulos y estudiosos, muchos de la talla de Marta Agudo, por dar un ejemplo. Fue traducida al italiano, albanés, francés, a muchas lenguas.
De sempiternos filosos comentarios, sus amigos la conocíamos en su faz obstinada por comprender un siglo que se nos escapaba ya entonces de toda previsión racional y razonable. Era generosa, implacable, justa. Cierta vulnerabilidad de niña la hacía querible de inmediato, la venerábamos.
La obra de Navales es también el resultado de la cuidadosa divulgación de Juan Domínguez Lasierra, su compañero de vida, esposo, crítico infaltable de sus borradores y cómplice en pluma y de pensamiento. Estudioso y narrador de la cultura aragonesa, periodista de El Heraldo de Aragón, amigo, “Juanito” continúa entre nosotros y mantiene su columna en tal periódico.
Me aventuro a afirmar que no es posible leer a esta poeta en su justa medida sin haber sufrido los estragos del cierzo, si omitiste los desérticos senderos aledaños hasta llegar a Teruel, donde codirigió durante veinte años la revista “Turia”. La lectura gozosa de sus textos prolíficos se vería afectada si no se pasara algún desesperante invierno o verano agresivo en Zaragoza. La poesía de Ana María Navales se encuentra influida por la de Juan Ramón Jiménez, la de su Luis de Góngora, “cordobés encendido de cristal y hierro”. Experta en Virginia Woolf, se ocupó también de novelistas y narradoras como Nadine Gordimer, Sylvia Plath, Dorothy Parker y Clarence Lispector, entre otras. Recuerdo unos días en su casa, cuando mi esposo y yo dormimos en la habitación de huéspedes: millares de libros rodeaban la mesa de luz, ubicada entre dos austeras camas de madera. De las paredes colgaban arte, fotografías de encuentros; en el bargueño breves y hermosas esculturas representaban sus valiosos premios (muchos premios).
Pero sospecho que hoy su andar no permanece en descanso en la Biblioteca de la prestigiosa Universidad de Zaragoza, adonde Juan Domínguez Lasierra donó sus libros. Ana camina, alguna calle lleva su nombre, y se apropia de plazas y museos. Y en próxima visita deberá de ir a buscarme a la estación de trenes, cada tanto me observará rezando en el Pilar. Acaso hasta intente rescatarme en el Puente de Piedra que mira el Ebro para que no regrese a Buenos Aires como siempre lo hago. Así sostendré nuestra mitología hispano porteña. Ana María Navales pasea su palabra por Cuenca, la oyen en eco vecinos desde sus casas colgadas, presenta libros de ella y de otros en Madrid y en Barcelona. En sus callejas y adoquines, entre el bullicio y algún silencio, vive y sigue siendo de Aragón, tierra por suerte (en Zaragoza), de escasos rascacielos y torres pero de pensadores y poetas, donde aún podría decirse que sobrevive la crítica literaria de antaño.
Y una crónica en algún periódico de vez en cuando, como la de Aramburu, el recuerdo de Vilas y esta que escribo serán remembranza de Ana María, del buen gusto de su prosa y de la estética y profundidad del significante en sus versos. Navales poeta y ensayista, Navales narradora y ¡ser lingüístico! Trataremos de que no la olviden a ella ni a sus textos, en la Universidad de Zaragoza y donde pueda que sea durante los años de los siglos venideros.
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