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Ideología de clase media y neofascismo

El neofascismo ya ha sido validado como una alternativa política viable y aceptable por las denominadas democracias liberales
Armando B. Ginés
miércoles, 29 de enero de 2025, 09:00 h (CET)

La clase media no es una clase ni ocupa el espacio central político. Es más bien un estado de ánimo ambivalente, una forma de ser o estar, una situación sin bordes o límites definidos, un ni contigo ni sin ti, un vagar a la buena de Dios sin aquí ni allí fijos o determinados. Por tanto, a la clase media podemos pertenecer todas y todos sin apenas darnos cuenta de nuestra propia situación mental o ideológica.


Cuando esa clase amorfa se mueve, el panorama político da un vuelco electoral... controlado por las elites. Normalmente el cambio es suave en los países occidentales entre partidos moderados que van de la derecha más o menos montaraz a la izquierda de contorrnos posibilistas y moderados. Nada extraordinario sucede en estos cambios previstos por la demoscopia y los laboratorios de ideas. No obstante, hoy asistimos a un momento especial: los regímenes de economía de mercado, neoliberales o de democracia parlamentaria liberal están sufriendo un viraje hacia opciones políticas neonazis, fascistas, integristas o de capitalismo salvaje.


¿Dónde reside o se sustenta ese caldo de cultivo de ideas extremistas? ¿Existe algún tipo de nexo entre el neofascismo de nuevo cuño de Trump, Milei, Musk, Meloni, Orban, Bukele y otros especímenes similares y la ideología de clase media? ¿En qué granero cultural o nicho ideológico recogen sus millones de votos?


Dado que la clase media no es una clase como tal y que su membresía es difusa quizá no estaría de más indagar en su continente o ideario sociocultural.


El primer rasgo que une a esta amalgama o categoría escurridiza sociológica es que todas las personas clase media son propietarias de algo o aspiran a serlo. Son dueñas de un buen trabajo, de una excelente formación académica, de un piso, de una herencia más o menos suculenta, de un pasado izquierdista radical o bohemio o de una identidad peculiar o fuerte.


El concepto identitario podemos definirlo como una pertenencia nacional, étnica, de género o cultural. La identidad posmoderna tiñe de progresismo todo lo que toca. Se trata de ser algo en compañía para calmar la sed de diferencia y de inclusión a una grey o banda concreta.


La propiedad privada, huelga subrayarlo, es la base de todo el entramado capitalista desde sus albores históricos. Siendo propietarios de algo, todos los integrantes de la espectral clase media tienen algo que perder en situaciones de crisis. ¿Y quiénes pueden arrabetar esa propiedad mía por nimia que sea? La otredad, los otros y las otras: las personas inmigrantes, las personas marginadas, las clases bajas, los que nada tienen, la negritud, las personas musulmanas, las personas que huyen de la miseria, los y las radicales de izquierda. El miedo instilado por las ultraderechas hace que la clase media propietaria de algo vote soluciones drásticas contra los enemigos ocultos en el racismo, la homofobia, la misoginia, la xenofobia y la suciedad manifiesta del paria. Si se rasca en el miedo escénico de las aspiraciones de clase media salen a flote todas las ideas que subyacen en el inconsciente freudiano debidamente censurado por el buenismo de corte progresista o liberal a secas.


Otro instante mental de la susodicha clase media lo encontramos en el capital cultural de distinción cualitativa entre la bella etiqueta de postín y lo cutre o chabacano. El consumo cultural aporta un capital estético, incluso ético, indudable. Hablamos de manifestaciones tales como cine, teatro, música clásica u ópera. En los bordes inferiores de la clase media también se consumen eventos pop, series de plataformas tipo Netflix y fútbol. El fenómeno es amplio y sin lindes excluyentes. Hay porosidad intramuros. Sentirse culto es un aval progresista incuestionable aunque nunca es desdeñable el consumo moderado de eventos populistas futbolísticos o de deportes de masas o minoritarios en general.


La gastronomía regada con vino de reserva igualmente supone un plus cultural de distinción estética que marca diferencias con las clases bajas no ilustradas. El capital cultural de la clase media es una performance permanente de arte efímero, de esta forma hay que seguir consumiendo fenómenos culturales sin parar para no descolgarse de las últimas tendencias: ser vanguardia precisa de un reciclaje continuo sin destino cierto ni ideología aparente.


En este sentido, la ideología no ideológica de clase media se adscribe, quizá sin ser plenamente consciente de ello, al nuevo realismo predicado por el filósofo alemán Markus Gabriel y otros autores de idéntico tenor. Cansados de posmodernidad e individualismo etéreo, el nuevo realismo entronca con la imaginación al poder del mayo del 68 francés. O sea, espiritualidad con tintes filosóficos profundos para ser capaces de crear mundos propios más allá de los convencionalismos al uso. En definitiva, idealismo para huir de la materialidad sucia de lo cotidiano. ¿No es el neofascismo una recreación imaginaria de lo limpio y puro creado por la ficción antagónica del nosotros versus ellos? Todas las purezas, por imaginarias que sean, se construyen mentalmente contra la suciedad del rival, adversario o enemigo, ya sea real o producto de la fantasía del relato ideológico.


La estética icónica es otro punto de máximo interés para la progresía clase media. Traigamos a vuelapluma algunos ejemplos de esa estética sin ruidos amada por esa clase sin clase. La suavidad sosegada de técnica impecable de las pinturas sedosas de Joaquín Sorolla serían la muestra que mejor resume esa emoción de belleza serena sin compromiso sociopolítico expreso. Andy Warhol desde su nadería mercantil sublimada por el vacío existencial es otro claro ejemplo de icono cultural adorado por las clases medias populares y de cierto pedigrí social. Y dos fenómenos universales cinematográficos, uno made in USA y otro de la periferia occidental: Woody Allen y Pedro Almodóvar. Ambos son productos burgueses al gusto de la clase acomodada que profundizan en el ser interior individual sin el debido contexto material o histórico. Sus personajes, a lo Dostoievski, tienen perfiles psicológicos densos, su yo imponente borra cualquier nexo con la realidad que les circunda, los condiciona o los determina. Su dialéctica es un diálogo creativo consigo mismo o su atormentada conciencia. En suma, seres anónimos que cuentan su historia sin ninguna proyección social. Seres sin deriva que pueden dejarse caer ahí o allá por mera inercia o por un impulso presuntamente espontáneo que el capitalismo denomina libertad. ¿Libertad a solas para qué?


O ligeramente de izquierda nominal o ni de izquierdas ni derechas. Así se definen en términos políticos una mayoría de integrantes de la clase media. Muchos han leído a Marx en versiones de divulgación teórica. Saben de qué hablan aunque no sepan lo que dicen. Esa impronta neomarxista otorga cierta credibilidad intelectual. Sin embargo, su debilidad por la democracia USA tipo Hollywood es irrenunciable. No tienen ni idea sobre el sistema electoral estadounidense, no obstante USA es la democracia perfecta. Además, pueden leer en inglés el New York Times y el Washington Post, esto es, están mejor informados que nadie. Lo que pasa allí es objeto de culto doctrinal, aunque existen algunas bolsas de credo progresista que pueden permitirse algunos pensamientos de veladas críticas menores a algunos aspectos del modo de vida estadounidense. Su principal fuente es Noam Chomsky, aunque solo toman el barniz superficial de lo que dice en sus declaraciones públicas u obra escrita. Mencionar a Chomsky también otorga prestancia culta o intelectual. Eso sí, una vez citado o consumido, la realidad de clase media se impone de manera automática: hay que volver al estatus de lo políticamente correcto e ideológicamente aseado cuanto antes mejor que mejor no sea que Chomsky nos contamine con sus ideas libertarias y radicales. Eso jamás.


Hay que vivir es otro lema de cabecera de la clase media. Parece banal y volátil pero hunde sus raíces en la filosofía existencialista. La progresía prefiere a Albert Camus antes que a Jean Paul Sartre. Sartre es duro y pesado, como Hegel y Heidegger, excesivamente intelectual y teórico y, para más inri, filocomunista y comprometido con su causa. Camus, por el contrario, es vitalista, íntimo, de carne y hueso, frágil, un amor de persona. Sartre habla a la cabeza y Camus al corazón. El primero es prisionero de la ideología y el segundo un soplo de libertad benefactora no dogmática.

Hay que vivir liga muy bien asimismo con la generación beat de las drogas psicodélicas y con la obra mítica On the road de Jack Kerouac. Coger un coche e irse sin meta alguna adonde nos lleve el viento es el súmmum de la libertad radical de la clase media que jamás está, como ya dijimos, ni aquí ni allí; sobrevive en la carretera con aires de grandeza irresponsable. Vivir sin ataduras ni compromisos es la fuerza arrolladora del neoexistencialismo posmoderno. Eso sí, siempre y cuando no me toquen mi bolsillo, mi estatus y/o mi identidad singular. Si me tocan mi idiosincrasia, mi voto vale como los principios de Groucho Marx, si no lte gustan tengo otros.


Talento y mérito son otros conceptos muy queridos por las gentes encaramadas a la nube de la clase media. Yo estoy aquí por mi talento y mi esfuerzo personal. Yo he conseguido a pulso todo lo que tengo. El yo social es inexistente. Todo es competencia feroz y mérito propio. Aman Silicon Valley y compran las ideas visionarias de Raymond Kurzweil: la fusión entre inteligencia artificial y humana está a la vuelta de la esquina. En esa vanguardia cibernética se hallan en su salsa. Se sienten privilegiados de ser apóstoles del futuro permanente en el que hoy estamos ya inmersos. Sin solución de continuidad abrazan el credo nostálgico y neofascista de Musk y acólitos y el futurismo violento, irracional y maquinista de Tommaso Marinettí. Si viene de Silicon Valley, todo es aceptable.


En un terreno más práctico, la progresía y la clase media aspiracional están a favor de lo público pero van a la sanidad privada y escogen para sus hijos e hijas colegios privados concertados. Defienden lo público con sordina pero optan por lo privado. Están en contra de los impuestos progresivos y entienden que las clases altas pongan a buen recaudo sus capitales en paraísos fiscales. Sus capacidades solidarias y sociales son meras enunciaciones de frases hechas basadas en en el oculto catecismo cristiano: caridad sí, por supuesto, justicia social, ya veremos si nos salen las cuentas.


Por lo que se refiere a la tolerancia religiosa siguen haciendo suyas las ideas retrógradas del fundamentalismo católico y de otras advocaciones cristianas. Aunque sean agnósticos de medio pelo hacen suyo, por si acaso, el cálculo pragmático de Blaise Pascal: si crees en dios y existe, irás al cielo y si no existe ni ganas ni pierdes nada; si crees en dios y no existe, nada ganas ni nada pierdes y si existe, ay, te perderás las mieles eternas del cielo. Por tanto, lo ideal es respetar los credos religiosos por muy irracionales o reaccionarios que sean por si las moscas. Beben de la tradición, de oídas. Con eso les basta, e incluso toleran como un mal menor la pederastia eclesiástica urbi et orbe aunque las estadísticas digan que la afición a la pedofilia sea un fenómeno estructural de las huestes con mando en la gran familia cristiana. Nadie se ha leído la Biblia ni sabe de sus violencias, predicados contradictorios y salvajes ni tampoco ve los desmanes genocidas del sionismo israelí.

Eso sí, los musulmanes son terroristas sin ningún género de dudas.


Acabamos en dos señas de identidad ultraguays y ultramodernas de la clase media. Son hashtags amables de digestión fácil a pequeñas dosis. Toda la progresía es feminista y ecologista hasta que le tocan los cojones y/o su nivel de consumo se ve amenazado por crisis económicas repentinas. El machismo residual sigue ahí y el ecologismo de paisaje, turismo y reciclaje doméstico que pone en duda el cambio climático son sedimentos culturales muy difíciles de erradicar desde argumentos racionales. Un hombre es un hombre y una mujer, una mujer. Lo LGTBI + continúa sonando a algo exótico de asunción compleja. Queda bien como discurso en reuniones sociales pero de puertas adentro, uff, tal vez sea excesivo. Lo mismo sucede con el ecologismo: a escala doméstica, vale, pero ir más allá parece cosa de científicos resentidos y locos.


Los relatos y discursos neofascistas son sencillos y no precisan de complejas explicaciones racionales. Sus líderes y propagandistas saben que existe un caldo de cultivo propicio para sus ideas. La progresía y la ideología de clase media viven en el mejor de los mundos posibles. Si ese mundo se derrumba querrá y buscará soluciones fáciles. Las redes sociales y las fake news han acostumbrado a las gentes a creer en conspiraciones de tebeo, a pensar en pocas palabras y a no pensar por sí misma. El neofascismo no necesita pensamientos complejos para movilizar miedos, fobias y resentimientos personales. Las utopías ya no existen: solo existe el existencialismo de la acción inmediata. Y esa alternativa sin cabeza ni corazón, hoy se llama neofascismo.


Aunque la historia nunca está escrita de antemano ni definitivamente, la cara b del neoliberalismo hoy por hoy está ganando la partida de modo más que preocupante. El neofascismo ya ha sido validado como una alternativa política viable y aceptable por las denominadas democracias liberales. ¿Hasta dónde llegarán Trump y sus correligionarios? O mejor dicho, ¿hasta dónde les dejaremos que nos sometan como hizo Hitler con la cultísima sociedad alemana?

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