Es una realidad irrefutable la de que un padre o una madre hace cualquier cosa por sus hijos, pero en el ámbito de la educación dicha actitud, lógica de los progenitores para con sus vástagos, pero hasta cierto punto, supera todos los límites imaginables.
Los docentes –cada uno en su tarea, ya sea como maestro o profesor, equipo directivo o inspector– hemos podido comprobar esto que decimos. Nos referimos a los casos disciplinarios en que los padres defienden lo indefendible ante sus hijos, a toda costa y sin pensar en el daño que en su formación como personas le hacen; o aquellos en que quieren intervenir en labores que no le corresponden y que por su perfil técnico solo atañen al profesional de la enseñanza. Sería deseable, pues, que los padres o tutores ofrecieran más su colaboración al centro educativo para hacer de este un lugar de tolerancia y de convivencia entre todos, en lugar de practicar esa absurda sobreprotección del “todo vale” y que todo es defendible y justificable.
Y frente a esa preocupación desmedida por defender lo indefendible nos encontramos el desinterés y, en muchos casos, la dejación de las obligaciones por parte de los padres. Una de ella es la referida a la primera reunión colectiva que el tutor suele convocar al principio de curso, con el fin de tener la primera toma de contacto con los responsables familiares. Pues bien, el número de padres en dichas reuniones apenas llega a un tercio del total, y la mayoría de los asistentes son los progenitores de aquellos chicos que se pueden considerar “buenos estudiantes” y que, lógicamente, se muestran siempre atentos a todo lo que tenga que ver con la formación de sus vástagos. Ese poder de convocatoria también se hace extensivo a las votaciones para la renovación de los miembros de los Consejos Escolares por el sector de padres, en las que apenas se recogen unas decenas de papeletas; o en el interés que el referido colectivo muestra por participar en las asociaciones de padres y madres de alumnos. Reflejo, en mayor o menor medida, de esa falta de implicación de los adultos, se observa también en las actitudes diarias de aquellos muchachos que van a clase sin materiales, que no cuidan las instalaciones del centro, o que son maleducados por costumbre. Son sus padres quienes han de corregir tales comportamientos; sin embargo, en más ocasiones de las que sería deseable, no solo no intentan modificarlas, sino que las justifican o refuerzan, dificultando y obstaculizando la labor de los profesores o, incluso, discutiendo la evidencia. Niegan, por ejemplo, que el alumno falte a clase, aun a pesar de demostrarles fehacientemente las ausencias. Niegan los destrozos ocasionados o acciones cometidas cuando son requeridos para comunicarles los hechos constatados en los que se ha visto involucrado su hijo –verbigracia, la ralladura del coche de un profesor, la rotura intencionada de los azulejos de los pasillos, la descarga de un extintor, la agresión a un compañero, etc.–.
Niegan, en definitiva, cualquier conducta inapropiada de sus hijos, sin pensar que una actitud diferente conllevaría dos consecuencias positivas importantes: la primera, que sería el primer paso para contribuir a la educación y la formación de unos adolescentes en todas las dimensiones de la persona, con el fin de educarlo como ciudadano; y la segunda, que sería la mejor forma de ayudar también a mantener intacta la autoridad de la institución docente, en un sentido general, y la autoridad del profesorado, en particular, aspecto este tan importante en la labor educativa y que se encuadra dentro de otro de los principios del sistema educativo español, que la normativa actual define así: “La consideración de la función docente como factor esencial de la calidad de la educación, el reconocimiento social del profesorado y el apoyo a su tarea”. Pero dejemos de lado toda esta perorata de reflexiones harto conocidas y terminemos estas líneas refiriendo una última anécdota que ratifica el buen título que damos a este artículo. Esta tiene lugar el día en que, ya al final de curso, levanto el teléfono del despacho para atender una llamada de una madre que se lamenta de que su hijo, quien se encuentra matriculado en uno de los cursos de la educación secundaria obligatoria de uno de los institutos que superviso, ha suspendido, al menos, media docena de asignaturas y se pone en contacto conmigo con la esperanza de que desde la autoridad que me confiere mi puesto le permita promocionar de curso. Tras un rato de charla con la señora, en la que le intento explicar la imposibilidad de su petición y en la que pruebo a convencerla de que, tal vez, fuera mejor que su querido retoño repitiera curso para así asimilar mejor los contenidos que ha de alcanzar para ser un hombre de provecho y bla, bla, bla; y en la que le dije serio y tajante que aunque presente escrito o reclamación sobre el asunto no va a prosperar, me suelta esa famosa frase que dicen todas las madres: “es que una madre tiene que hacer lo que sea por su hijo”. He ahí el resumen de la labor educativa que los padres y madres están dispuestos a hacer por sus hijos.
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