"El amor nunca queda hecho: no se termina, está «haciéndose» siempre", Antonio Gala.
Hay un día al año en el que los enamorados visten de gala al universo y las estrellas se convierten en cómplices de un ritual secreto: la fiesta del amor, en la que San Valentín es el alquimista de la orgía de la seducción.
La fiesta del amor es el puente necesario que permite a los enamorados cruzar de la orilla de la rutina a la de la ternura y la sorpresa, y abrir sus corazones para descubrir un universo en cada latido, una eternidad en cada suspiro y un secreto compartido con el destino en cada mirada. No se trata tanto de seducir al otro como de transformar lo cotidiano en un mundo soñado, nuevo y maravilloso en el que palpita la vida en todo su esplendor. En esta fiesta del amor, seducir no es conquistar, sino descubrir en el otro la posibilidad de reescribir la rutina con la tinta de la pasión y el cariño, al ritmo del palpitar compartido de dos corazones que se confiesan al compás de una melodía de caricias y silencios que se funden en un solo sueño.
En la juventud, la seducción es un susurro de futuro, un juego de miradas que promete mundos por descubrir. Él le regala una flor; ella le devuelve una tímida sonrisa, que le dice: “Gracias, te acepto y te entrego lo más valioso que tengo: mi corazón”. En ese sencillo intercambio de gestos, ambos imaginan un ilusionado futuro tejido con los hilos de sus sueños compartidos. Son semillas que plantan en el suelo fértil de sus anhelos: una vida en común, viajes y risas que resonarán en las habitaciones de un hogar solo imaginado. La seducción no reside en lo que son, sino en lo que sueñan ser. Se toman de la mano y al juntar piel con piel, sienten el latido de un proyecto aún no comenzado. El universo los acoge, mientras las estrellas cómplices son testigos de cómo los protagonistas escriben el prólogo de una luminosa historia de amor.
Mientras dure, el amor siempre será lo más bello que conocerá el ser humano. Acaso sea lo único que justifique nuestra existencia.
Según vayan añadiendo páginas al libro de sus vidas, se irá secando la tinta fresca de aquellas primeras líneas que un día escribieron con mano temblorosa por la emoción. Ahora, los trazos firmes de su caligrafía muestran la serena solidez del amor maduro, que sabe del valor de los silencios compartidos y de las miradas que ya no necesitan palabras. Porque el tiempo, lejos de borrar, profundiza; lejos de desgastar, talla con delicadeza las huellas de un cariño que se ha hecho fuerte en el azar de los días.
El amor es una delicada flor que hay que cuidar cada día con la devoción del jardinero, el agua de la comprensión y la luz de los pequeños gestos, para que, incluso en los inviernos más fríos, nunca deje de florecer. San Valentín es una oportunidad para celebrar la complicidad, los años compartidos y las batallas libradas. Es el momento de decir “gracias” por estar ahí, de reconocer los errores y de planear nuevos sueños. Porque el amor, cuando es auténtico, no mira a través de los ojos que reflejan nuestra imagen en el espejo, sino con los del alma; y en ese lugar sagrado, el amor no envejece, se reinventa.
En la andadura del camino descubrirán cómo el fuego abrasador de la juventud se convierte en la certeza de saber que el otro está ahí para acompañarte cada día, para compartir dichas y aflicciones, para ser tu amigo, tu compañero, tu amante, tu confidente y, sobre todo, para ser cómplice de tu vida. No hay amor si no hay complicidad.
En la vorágine de lo cotidiano, los días se suceden en medio de un torbellino de acontecimientos y de pequeños y grandes desafíos sin fin. Cada amanecer es una secuencia de instantes cotidianos pero significativos, en los que el tiempo parece sucederse al compás de las exigencias y de los gestos sencillos. Es en este escenario, tejido con paciencia y dedicación, donde lo extraordinario se esconde en lo ordinario, y la magia del amor se revela en pequeños detalles, como la complicidad del desayuno compartido, en el que el gesto furtivo de una sonrisa se convierte en el reencuentro diario de un amor que ha crecido, madurado y se ha fortalecido a lo largo de los años. Es, además, la oportunidad de reafirmar su compromiso y de recordar que el amor no es solo un sentimiento, sino una elección diaria, un acto de reafirmación en el que la estabilidad es la base sólida para seguir avanzando juntos.
Mientras se ama y se es amado, no se envejece —o, quizá, amar sea envejecer juntos—, porque aunque el tiempo deje surcos en la piel y tiña de blanco el cabello, el amor transforma cada huella dejada por los pasos dados en el camino en la luz dorada del reposado atardecer de una vida compartida.
Es en ese escenario cotidiano en el que el amor se nutre de gestos sencillos y compromisos silenciosos, mientras el tiempo se convierte en un notario fidedigno de lo que perdura. En el atardecer de la vida, la seducción es un lenguaje que solo aquellos que han recorrido un largo sendero juntos entienden, un código que solo ellos pueden descifrar. Es el roce de unas manos arrugadas que se buscan instintivamente, como si supieran que el tiempo es un lujo que ya no pueden malgastar. No hacen falta las palabras, porque su vida entera cabe en una mirada; se miran y recuerdan. Recuerdan la juventud, los proyectos, la infancia de sus hijos, las risas, las angustias y las lágrimas. Ahora, el amor es un susurro, una caricia en la mejilla, una canción que tararean juntos, aunque ya no recuerden bien la letra ni quien la cantaba.
En San Valentín, quizás él le regale una rosa, como hizo décadas atrás, y ella sonríe, porque sabe que, aunque el cuerpo esté cansado, el corazón sigue latiendo con la misma fuerza del primer beso recibido. En el epílogo del libro de sus vidas, la seducción es la certeza de que, después de todo, eligieron bien y que, aunque el camino haya sido largo y con espinas, lo recorrieron juntos.
El amor no es mirarse ensimismados a los ojos, sino caminar unidos en la misma dirección, cogidos de la mano, dejando de ser “tú y yo” para ser ¡nosotros frente al mundo!
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