No tiene mala fama el hábito de actuar o pensar con parcialidad en los últimos tiempos. Se exhibe incluso, y se ejecuta, sin menoscabo de la autoestima y sin perder un ápice de prestigio. Los que venimos de otros tiempos, en los que la imparcialidad era virtud de cualquiera y finalidad de todo funcionario, nos sentimos extrañados. No olvido que, en el universo político, esa imparcialidad tiene como condición “sine qua non” la independencia, que va en función, especialmente, de quién y cómo te nombra o designa, pero también de otras cuestiones más intangibles.
Tengo que decir, llegado este punto, que imparcialidad no supone objetividad; esta nunca existe del todo, pues tenemos sentimientos e ideología, aunque se puede intentar que los mismos no nublen nuestros decires o nuestras decisiones, en el que caso de que ocupemos un lugar en el que haya que tomarlas. Cabe preguntarse dónde, en qué nivel de la administración termina lo directamente político y empieza la tarea del funcionario. La respuesta es inapelable: en ningún sitio, porque ya no existe ese punto de inflexión. Y parece que ello se acepta socialmente o al menos no es objeto de repulsa o debate. En una parte sustancial del espectro político, llamémosle así, la parcialidad es una virtud revolucionaria y no una lacra a combatir. Los que saben lo que quieren para nuestro futuro aborrecen a los tibios. Se afirma en el Apocalipsis 3:15-16 “yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de Mi boca”. Cambiemos tibio por imparcial y lo entenderemos mejor. El fin del Estado independiente, ajeno al gobierno, y garantía de alternancia, está ya casi a punto de cocción en el fuego lento, mientras miramos hacia otros sitios, como la América de Trump, buscando e identificando males que son en realidad, aunque todavía no lo sepamos, los nuestros propios.
Esto de aquí y ahora, la parte visible del iceberg institucional, es solo lo que queda entre los restos, pero el naufragio viene de lejos. Hemos fabricado un organismo monstruoso, un Estado o Leviatán hipertrofiado, pero sujeto a lo político y muy parecido, en algunos aspectos, al de la época de los cesantes en nuestro siglo XIX, cuando Segismundo Moret, político de la Restauración, dijo aquello de que “antes se esperaba la sopa boba a la puerta de los conventos y ahora se esperan los puestos a la puerta de los ministerios”.
A alguien se le ocurrió, un siglo después, allá por los ochenta del siglo XX, que ocupar el Estado era la mejor forma de fortalecerlo, o tal vez se trataba solo de conveniencia y estrategia política, al mismo tiempo que se ponían algunas trabas en las ruedas de la división de poderes. El resultado es esto que estamos viendo en la justicia, en los cargos y en la administración en general. Tirando del hilo uno da con el origen de cualquier cosa, aunque también es cierto que no todo el mundo piensa que una administración funcionarial e independiente sea lo mejor. En realidad, todo depende de si consideramos la democracia como un fin en si mismo o como un medio para otra cosa. Y la última de las dos opciones parece ir in crescendo en preferencias.
Porque, en efecto, se extiende entre la ciudadanía la consideración de la democracia como instrumento o catapulta para lanzarnos hacia un objetivo aún ignoto, aunque sospecho que lo que más se ansía es consolidar y acrecentar un Estado grande y benéfico, oxímoron donde las haya, y es así como, poco a poco, va muriendo aquello que fue la Democracia Liberal. En España, la demolición empezada en los ochenta del pasado siglo ha encontrado ahora el momento y la situación perfecta. Estamos matando nuestras libertades en el camino de la parcialidad. En semejante mar de confusión, se aparecen, o manifiestan, otras cuestiones, como la jornada laboral, el salario mínimo o el precio de los alquileres y todos seguimos analizando las cosas, en público y en privado, como si nada pasase, ignorando al elefante que ocupa la habitación.
No acabamos de ver lo que somos, o aquello en lo que nos hemos convertido, como en aquella setentera serie de TVE, escrita, dirigida e interpretada por Adolfo Marsillach, y en cuya cabecera se contaba el caso de un ratón que nunca había sabido que lo era. Y, en el reino de la parcialidad, nos van empujando para ser güelfos o gibelinos, cambiando todo para que nada cambie. Neblina y “gatopardismo”, tal vez sea esa mezcla, y no la noche, lo que nos confunde. Ya no es cuestión de Gobierno y oposición, de estos y aquellos, sino del constructo político denominado Estado de Derecho colapsando y en agonía, sin que nadie le asista, demasiado ocupados, como estamos, mirando hacia otro lado.
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