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Salario Mínimo e IRPF: el mismo fallo de siempre

Por muy buena que sea, o bien justificada técnicamente que esté una medida política, no podrá tener el efecto deseado si no es bien entendida por la población
Juan Torres López
martes, 18 de febrero de 2025, 08:51 h (CET)

Hay bastantes y buenas razones para justificar que el salario mínimo y sus incrementos se declaren o incluso tributen en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.


Desde un estricto punto de vista de técnica fiscal, cabría decir que no es bueno que un impuesto central y fundamental del sistema tributario, como el IRPF, se trocee a base de exenciones particulares. Una tara que padece el español y que, en lugar de corregirse, se ha ido ampliando a lo largo del tiempo.


Para defender la tributación del salario mínimo puede, por tanto, argumentarse que lo eficiente y equitativo, lo que se corresponde con un impuesto progresivo y sobre el que se quiere hacer descansar una buena parte de la política redistributiva del Estado, no es dejar fuera a una u otra renta por el hecho de que sean reducidas, sino aplicarles el tipo de gravamen que corresponda, en justicia, con su cuantía.


Desde un punto de vista más general, se podría señalar que lo que ocurra con una variable, en este caso el salario mínimo y su sometimiento a tributación, afecta a otros aspectos de la política económica y social. No sólo a la recaudación, lo que no es poco y debe ser valorado, sino también al cuadro económico general, a la producción e incluso al empleo. Por ejemplo, la no tributación del salario mínimo podría producir un efecto perverso sobre los sueldos que estén justo por encima de él: podría no interesar un empleo mejor remunerado y favorecerse la economía sumergida.


Una razón más filosófica, pero no por ello menos profunda o de menor valor, sería la que sostiene que contribuir a las arcas públicas en función de la capacidad de pago no es una carga sino, en realidad, un ejercicio de ciudadanía. Si lo que se busca estableciendo un salario mínimo decente y suficiente es que todo el mundo pueda trabajar recibiendo, al menos, un ingreso que garantice condiciones de vida y de ciudadanía dignas, parece lógico, en consecuencia, que dicho ingreso se declare a la Hacienda Pública y se someta o no a un determinado gravamen en función de lo establecido, con carácter general, en el impuesto. Es exactamente lo que ha dicho la ministra de Hacienda, María Jesús Montero: «Si consideramos que el Gobierno está persiguiendo que el SMI ya no sea un salario de subsistencia, sino un salario acorde a las necesidades básicas que tiene una familia, entenderán que esto significa que participe y tenga derechos y obligaciones”.


El problema es que todas esas buenas razones palidecen cuando no se ofrecen con antelación, cuando no se hace pedagogía o si las explicaciones, como hace la ministra, se dan a posteriori, cuando ya se ha tomado la decisión que la ciudadanía no comprende.


No se puede hacer política y mucho menos política fiscal con el mismo criterio con que se gestiona un hospital o una empresa. Por muy buena que sea, o bien justificada técnicamente que esté una medida política, no podrá tener el efecto deseado si no es bien entendida por la población, si no goza de apoyo y complicidad, si no es mostrada previamente y es objeto de deliberación con transparencia y buena información. Sobre todo, cuando se trata de impuestos, sobre cuya función es sabido que la derecha de todo el mundo mantiene una batalla radical para favorecer que los más ricos paguen cada vez menos.


Por muy acertadas que hayan podido ser las razones que han llevado a la ministra de Hacienda a someter a tributación el incremento del salario mínimo, la falta de explicación previa, la opacidad con que se ha tomado la decisión, comunicada a la opinión pública en el último segundo, y la completa ausencia de diálogo con la ciudadanía convierten a esta medida en un regalo a la derecha, en otro innecesario tiro en el pie que se da el gobierno de Pedro Sánchez. Es más, cuesta mucho creer que María Jesús Montero pueda tener éxito como candidata a la presidencia de la Junta de Andalucía (precisamente, la comunidad autónoma con mayor número y porcentaje de personas beneficiarias del incremento del salario mínimo) con ese tipo de comportamiento político de ordeno y mando como ministra, sin hacer pedagogía sobre medidas polémicas que, sin explicación previa, sólo van a merecer críticas por la derecha y la izquierda.


No es la primera vez que algo así le ocurre a este gobierno. Podría obtener buena nota por sus intenciones, pero merece un suspenso por la desastrosa forma en que gestiona su funcionamiento interno como coalición y la toma de sus decisiones.

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