Resulta común oír que comprender la realidad es un esfuerzo inútil: la existencia, pese a los avances de la ciencia y de la tecnología, continúa siendo un misterio. Razón no le falta (al poeta y al artista pues subliman). Sin embargo, en la vida cotidiana entender razones y descentralizar discursos, incluyo los de los políticos, no vendría mal a nadie.
Innecesario filosofar o andar observando como en laboratorio que la IA constituye una herramienta poderosa… Aliada de internet, los algoritmos son los nuevos “puntos de encuentro” frente a plataformas de variada índole y en las redes sociales. La publicidad, la propaganda y la prensa lo saben perfectamente. Es que recibimos anuncios segmentados a cada rato merced a las cookies, y para evitar “el seguimiento en línea” no hay más remedio que suscribirse. Gratuita u onerosa, la suscripción brinda, por lo demás, la posibilidad de entrar a ver, como antaño en la gran pantalla, la ficción (digital/¿real?) o la realidad (¿ficcionada?/digital) del nuevo mundo: pronto, una máquina severa, de control político descentralizado… como se verá a renglón seguido (no soy paranoica ni analógica).
La presunta libertad de elección en el mercado no se hace ya gracias a aquellos poetas del capitalismo (publicitarios/ publicistas, creativos, musicalizadores y fotógrafos de moda y tal), destacados por su conocimiento del lenguaje y de la imagen visual. Hoy actúan las tecnologías de control descentralizado, que sustituyen los discursos administrativos estatizados de antes (públicos o privados): los navegantes de la internet, los cliqueadores de “token”, direcciones electrónicas de imágenes, textos escritos y musicales y de redes sociales a disposición, ingresan a un menú, casi completo y abarcativo (a veces, engañoso). Incluso hasta en las redes y plataformas de profesionales y académicos cohabitan creativos, pensadores y creadores con el diseño propio del sistema, imposible de modificar a la carta.
¿Ha cambiado el modo de consumir? Sí. Hemos dejado la era posmoderna para ingresar a lo que se llama ya la “posthistoria”: de la globalización a los nacionalismos proteccionistas, del “Sein” al “Dasein” más obsceno, del amor cortés al escópico; de la palabra puente a la devaluada, el sujeto mutó en usuario de suscripciones que le permiten el acceso fácil y rápido a servicios, redes sociales y a bienes de toda índole. Tal sujeto (nosotros) logró por fin la absoluta inmediatez en su goce. Lo que no es novedoso porque nace con la publicidad durante los años sesenta del siglo pasado, cuando las personas del negocio advirtieron que podían “tapar” el vacío existencial fomentando el consumo de un sinnúmero de objetos y servicios, muchos sustancialmente innecesarios (en verdad, sobrantes de producción). Se construyó entonces una suerte de escasez inexistente de mercancía, a través de anuncios, spots e intervenciones creativas y se instalaron nuevos universos representativos, a menudo de la nada misma.
El consumidor de antaño, lejos de ser una entidad abstracta a quien llegar, un segmento de la población a vender, era (y es) un sujeto influenciable, por su condición misma de humano. Y la publicidad se transformó en una práctica simbólica y un saber representacional a toda prueba: el consumismo, que llegó al paroxismo, logró que más que promover productos y servicios - si tal práctica era auspiciosa y creativa- la misma superara la repetición de los conocidos patrones retóricos aun en las imágenes visuales: sus profesionales debían de poder dialogar entre ellos. Lo propio lo harían las marcas, los objetos y los diseñadores de sus “logos”.
Advino enseguida la tiranía de las marcas: sobre la base del tal vacío existencial – hoy transformado en exceso -, se hizo pasar, sobre todo durante los años noventa, gato por liebre: goce por deseo. Y como el goce siempre eclipsa a nivel de la necesidad, la demanda del consumidor se automatizaría y se retroalimentaría en el proceso de compra como parte de la inconsistencia de la que habla Gilles Lipovetsky en su conocido ensayo “La era del vacío”.
El motor de la dinámica humana se encuentra en no lograr las cosas. (Nacemos y morimos: ¡vaya “meta” interrumpida!…). El consumo pasó a ser entonces el diván eficaz para negadores y ejercitados en el “autoconocimiento” fácil. Asimismo, sin arte, fe y una dosis razonable de esperanza, la vida suele complicarse. Con tantos objetos, textos, informes y servicios a la vista... No habría que olvidar que los adictos enferman precisamente porque añoran adaptarse y como hay alcohólicos y ludópatas, están quienes compran y acumulan.
La ciencia avanza, y ¡la tecnología! El fenómeno descrito se aceleró todavía más y se acrecentó en tiempo, espacio y velocidad la necesidad de satisfacción inmediata, por lo que la actividad económica se transformó de súbito también en un imparable intercambio de intangibles, con valores de cambio metaforizados. La IA, pese a los observatorios neurolingüísticos, actúa con sus “boties” y desvelar lo que hay por detrás se complica al haber una ingeniería de semblante sobre semblante. Y así, el comprador/suscriptor, de consumidor que hacía su pasaje- al- acto comprando, se convirtió en agente involuntario del proceso de control descentralizado en apariencia. “En apariencia” en tanto pese a que cueste localizar al “gran vendedor”, “al amo” (o a los “amos…), a la “gran máquina”, esto no significa que no haya conductores identificables muy eficaces en las nubes (poco celestiales). Y “en apariencia”, también, pues el suscriptor/usuario se cree agente pasivo en tanto solo cliquea entre pestañas de “intangibles”, diseñados con mucha viveza atrás e imaginario.
Guste o no, señoras y señores, formamos parte de una sociedad que, según Peter Sloterdijk, jamás está consigo misma: “der starke Grund zusammen zu sein”, es el motor que el filósofo alemán describe y atribuye al colosal estrés de época: encimarnos digitalmente a los demás (que no es vincularnos), puesto que debemos compensar tanto malestar con unos “elegidos” universos de prácticas y representaciones que nos entretengan (…). Es que la globalización, versión “universalizante” del capitalismo inicial, está desembocando en los prejuicios, racismos y fanatismos nacionales que venían diagnosticando los expertos.
La modernidad se esfumó y el impacto fenomenal que significa hoy (sobre)vivir nos empuja a empatizar, afectados todos, por emociones sincrónicas (o sincronizadas) por la tecnología – colectivo que aparenta la irresponsabilidad supuesta de quienes diseñan o aprovechan del diseño, pero que jurídicamente no desplaza, por suerte, sus imputables itinerarios -.
Lo que va del siglo comparte las luces y sombras de otros períodos históricos, solo que ahora más que de historia, deberíamos referirnos a historiografías del estrés que pasan, sobre todo en Occidente, por las nuevas narrativas de los apóstoles “de la objetividad”.
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