Ya no queda nada, absolutamente nada, de lo que podamos decir que es blanco, o, por el contrario, negro. Se acabaron las verdades inmutables. Se han derruido los pilares sobre los que se sustentaba nuestra educación y nuestras creencias. Más bien nuestras esperanzas. Los espigones de acero, insertados entre los moldes de hormigón, como cimientos de grandes edificios, se han convertido en juncos flexibles que se doblegan según sopla el viento o según interese.
Veo el otro día en la pantalla de televisión a nuestro recalcitrante trilero de opiniones, Pedro Sánchez, poniendo de manifiesto la necesidad de hacer un cordón frente al auge de la extrema derecha en Europa y en el mundo. Le veo caminar, con ese pase de modelo, más pendiente de la caída del pantalón y del giro sobre la punta del zapato ante los flashes, que de las vacuidades que va a pronunciar frente a los micrófonos. Porque diga lo que diga, será creído a pies juntillas por sus palmeros.
Entonces, dirigiéndose a todos sus discípulos, nos alerta del asombroso crecimiento de la extrema derecha en Alemania. Y, cómo no, señala a Feijóo, aludiendo a su miopía despistada, de no caer en la cuenta, sino que, además, puede llegar a convertirse en colaboracionista por esos flirteos que tiene con Santiago y cierra España. Pero fíjate, que a nuestro apolíneo presidente se le olvida, conscientemente, mirar a su bancada y a todos aquellos que le han colocado al frente de su gran misión, que no es otra que gobernarnos. A Pedro, se le pasa de largo darse cuenta de que si él gobierna es gracias a los pactos con partidos nacionalistas excluyentes de extrema izquierda, cuya única preocupación es fracturar el país. Pero no solo eso, sino que, además, para rizar el rizo, le pone la alfombra roja, cada vez que tose, a Puigdemont y sus secuaces que, por si se le ha olvidado, representan la burguesía más rancia y clasista con la que uno se pueda topar. Más a la derecha aún que la extrema derecha. En el risco del precipicio.
Pero ya no importan los valores ni la ideología. El cordón sanitario está deshilachado. Y si no, que se lo pregunten a la pareja de Ayuso que embiste ante los periodistas y las cámaras de televisión para no hacer declaraciones sobre su desliz para con el fisco. Lo de pagar impuestos parece que queda solo para los que, tiempos atrás, se llamaban proletarios. Y ahora también para los autónomos. Para aquellos tontos de baba que creen que solo una sanidad y una educación consistente y sólida se consigue gracias a los impuestos y a la solidaridad de los ciudadanos que componen un país. Porque ya lo decía un slogan de televisión hace muchos años: Hacienda somos todos… unos más que otros.
Y hete aquí que en este desbarajuste de ideas que dejarían ojipláticos a tipos como Antonio Machado, Miguel Hernández o Arthur Koestler, aparece ante nuestros ojos una nueva imagen de la tan temida ultraderecha alemana que llevó a seis millones de judíos al genocidio y a otros setenta y cinco millones de personas a morir en una cruenta Segunda Guerra Mundial.
Alice Weidel se llama la elegida para este nuevo sendero que se nos ilumina en el centro de Europa. Una mujer, madre y cristiana cuyo lema de campaña es estar a favor de la familia natural y contra el lobby gay. No importa que la elegida por el renaciente nacionalsocialismo sea nieta de un juez de la temida SS nazi, que quizá, para sus seguidores, sería lo más sensato en todo este desbarajuste. Pero la cuestión es que, a sus admiradores y votantes, tampoco parece importarles que dicha iluminada viva fuera de Alemania, en Suiza, evitando contribuir con sus impuestos a la hacienda alemana. Tampoco parece importar que manifiesta abiertamente lesbiana y su pareja, con la que se presenta felizmente en videos de insta y X, sea una emigrante, oriunda de Sri Lanka, y ambas compartan la crianza, supuestamente tradicional, de dos hijos adoptivos.
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Eso de, por sus hechos los conoceréis, ya no se lleva en la era de las redes sociales y de la inteligencia artificial. Lo importante no es como se sea, sino lo que se diga y cómo se diga. Y Alice Weidel es muy dada a decir en sus mítines de campaña que se considera abiertamente xenófoba. Que defiende la familia tradicional, esa de toda la vida, la Casa de la Pradera, que está en contra de las parejas homosexuales y más en contra, aún, en la posibilidad de que adopten. Que se considera islamófoba y que Hitler no era fascista sino comunista.
Porque ella, Alice Weidel, como ha dicho, es una víctima de todo lo que ocurre a su alrededor. «Como algunos quizá sepan, vivo con una mujer. Criamos juntos a dos niños. Soy homosexual. Estoy en la AfD no a pesar de mi homosexualidad, sino a causa de mi homosexualidad».
Y ahora ¿qué? Cómo se le da la vuelta al guante cuando resulta que está del revés.
Por eso, cuando el otro día veo sobre el atril a Donald Trump, íntimo amigo de Vladimir Putin, saludando a Santiago Abascal, y cambiándole la vocal inicial de su apellido, pienso que no fue una equivocación. Estoy seguro de que lo hizo para ponerle morritos, frente a todo ese esplendoroso auditorio. Para, con esa acentuación fonética, realzar el sonido vocal de tipo medio y posterior, que tan sensual se nos presenta y nos dibuja en la imagen mental, siempre perversa, a una muñeca hinchable, deseosa de amores y cariños.
Nuestra extrema derecha, la de aquí, la de boina o tricornio, la de señoritos en cotos de caza se ha quedado un poco rancia y trasnochada. Y así, no se ganan correligionarios ni votantes en el mundo de las redes sociales, de la estupidez y la ignorancia. En el mundo del desconocimiento del pasado y de la memoria todo es gaseoso. No hay nada sólido.
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Puede que me equivoque, pero estoy convencido de que, en poco tiempo, veremos a Santi, montando sobre un brioso caballo en las playas del Puerto de Santa María. Al ritmo de esos versos de Alberti, «a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar». Lo veremos montando a pelo, como los indios del Far West, completamente desnudo, ataviado solamente con un pañuelo arcoíris anudado al cuello y un gorro de policía a juego con sus estribos de cuero, pidiendo el voto para esa legión de nuevos electores, al grito de «Franco era trotskista». De esas nuevas generaciones cuyo cerebro se mueve por los impulsos eléctricos de una inteligencia artificial infectada por la manipulación de nuestros grandes visionarios.
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