Hubo un tiempo en que la enfermedad era un misterio insondable, una sombra que acechaba al hombre desde el mismo instante en que aprendió a alzar la vista al cielo y cuestionarse el mundo. Fue en el seno de las primeras civilizaciones, allí donde nacieron las ciudades y el ser humano dejó de vagar por los páramos, cuando la enfermedad comenzó a adquirir un rostro reconocible.

Detalle de dibujo de Leonardo Da Vinci en estudio sobre reproducción humana
La aglomeración de hombres, la convivencia forzada, trajo consigo no solo males, sino también la oportunidad de entenderlos.
En Egipto, Mesopotamia y las tierras del Creciente Fértil, los médicos empezaron a hilar una trama científica a partir de la simple acumulación de casos. Allí, en tablillas de barro y papiros que algunos llegaron hasta nosotros ajados por el tiempo, comenzó a gestarse una proto-ciencia que sería el germen de la medicina moderna.
El diagnóstico, el arte de nombrar el mal, no era solo una cuestión de sabiduría. En Babilonia, el error médico se pagaba con sangre. Un bisturí mal dirigido podía costarle al cirujano la amputación de la mano, como dictaba la ley de Hammurabi, el autor de aquella ley que conocemos “Código de Hammurabi” y de la que viene aquello de “ojo por ojo, diente por diente”.
Fue Egipto, no obstante, quien dio un paso más allá. Entre ríos de papiros y ungüentos de extrañas fórmulas, los egipcios catalogaron con precisión miles de sustancias medicinales, tanto hierbas como minerales, venenos y remedios que oscilaban entre lo milagroso y lo letal. El saber se escribía con tinta negra y roja; y los jardines botánicos, que fueron los primeros laboratorios, al aire libre, florecían al compás de la civilización. Si alguna vez la Botánica y la Medicina fueron una sola cosa, fue en esos días bajo el sol abrasador del Nilo.
De la magia a la razón
El tránsito de la magia a la razón no fue rápido ni indoloro. En Grecia, la figura del médico se erigió como un lujo reservado a los poderosos, mientras el pueblo llano quedaba en manos de charlatanes y remedios mágicos.
Sin embargo, entre tanto embaucador, surgió la luz de una razón incipiente. El Corpus Hipocraticum, atribuido al mítico Hipócrates, renunció a las explicaciones divinas y trató de hallar en el entorno las causas de los males humanos. "Sobre los aires, aguas y lugares" no era solo un título; era una declaración de guerra contra la superstición.
Por primera vez, el médico dejó de mirar al cielo y empezó a observar el cuerpo humano con gran precisión. Era un arte aún primitivo, pero que asentaba sus bases en la observación y el empirismo, en la razón. Los griegos comprendieron algo revolucionario, que la repetición de casos permitía prever el curso de una enfermedad. La medicina dejaba de ser un acto de fe para convertirse en una herramienta del entendimiento humano.
Dioscórides y Galeno: la alquimia del saber
Pero si alguien merece ser recordado como el gran compilador de la medicina antigua, ese es Pedanio Dioscórides. Cirujano militar al servicio de Roma, recorrió el mundo conocido con las legiones, recolectando plantas y saberes de todos los rincones del imperio. Su obra De Materia Medica, se convirtió en el manual imprescindible durante catorce siglos. Novecientas sustancias, entre plantas, minerales y productos animales, quedaron clasificadas no por capricho alfabético, sino por sus efectos terapéuticos en clases, tales como purgantes, afrodisíacos, diuréticos… En sus páginas convivían la ciencia y el empirismo, con el orden metódico de un hombre que había visto demasiados cuerpos en el campo de batalla.
Más tarde, Galeno de Pérgamo, médico ambicioso y arrogante, elevaría su voz como la autoridad incuestionable de la medicina clásica. Sus conocimientos de anatomía, basados en la disección de animales, fueron tan amplios que durante siglos nadie osó contradecirle. Su legado, tanto científico como filosófico, sobrevivió incluso a los embates del Renacimiento, cuando hombres como Vesalio se atrevieron, bisturí en mano, a desmantelar el mito galénico, esta vez estudiando cuerpos humanos.
La medicina árabe y renacentista son puentes entre distintos mundos
La Edad Media no fue solo esa época de oscuridad que algunos piensan sino el lugar desde donde germinó algo tan bello e inmenso como un campo de lavanda. En el mundo árabe, la obra de Galeno y Dioscórides encontró un refugio fértil. Los médicos musulmanes no solo conservaron esos saberes sino que los ampliaron. En sus manos, la botánica y la alquimia se convirtieron en herramientas para fabricar drogas terapéuticas, y sus avances en higiene, dieta y clima revolucionaron la práctica médica. Cuando Europa despertó de su “letargo medieval”, fue a través de las traducciones árabes que redescubrió su propio pasado científico. No fue letargo, fue todo el tiempo un tubo de ensayo donde se fraguó una nueva era y la Edad Media tuvo sus valores importantísimos aunque sumida demasiadas veces en guerras, pestes, hambrunas, que llevaron a la población a la ruralización, caracterizada por el feudalismo y al monacato, donde la Iglesia católica se erigió en reserva intelectual de oriente y occidente.
En el Renacimiento, la medicina rompió sus últimas cadenas. Las universidades diseccionaron cuerpos humanos como quien desentraña un reloj y la química y la biología se alzaron como las nuevas aliadas del saber médico. Se construyeron jardines botánicos en Cádiz, en Padua, en Montpellier, donde el conocimiento florecía al mismo ritmo que las plantas medicinales.
El legado del diagnóstico
Hoy, cuando la medicina se ha vuelto científica y técnica hasta lo inhumano, cabe recordar el camino recorrido. Desde los primeros diagnósticos en tablillas de arcilla hasta los laboratorios farmacéuticos donde cada molécula se mide y pesa con precisión quirúrgica, la historia de la medicina es un relato de lucha, error y redención.
Pero, quizá, lo que aún resuena con fuerza es aquella idea antigua, casi olvidada, de que el diagnóstico no es solo ciencia. Es arte, intuición y humanidad. Porque detrás de cada bisturí, de cada fórmula magistral, sigue latiendo el pulso del hombre que, hace milenios, aprendió a mirar al enfermo y a nombrar su dolor.
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