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Tiempo de Cuaresma

Decía Chesterton que “lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”
Jorge Hernández Mollar
viernes, 7 de marzo de 2025, 10:07 h (CET)

“Conversión es ir contracorriente, donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio, que a menudo nos arrastra…”,  (Benedicto XVI).


Los cristianos hemos entrado de lleno en uno de los tiempos más intensos e íntimos entre los que se divide el año litúrgico: la Cuaresma, que desde el miércoles de ceniza y durante un periodo de cuarenta días que transcurren hasta el Jueves Santo, es todo una rememoración de los cuarenta días y cuarenta noches que Jesús se fue al desierto a ayunar y orar y en los que sufrió las tentaciones de Satanás, como las que a lo largo de nuestra vida sufrimos los seres humanos. Nada nuevo bajo el sol, contemplando la historia del hombre que se revela en el Antiguo y Nuevo Testamento y que en estos días conviene repasar.


Para los cristianos es una gran ocasión para que al igual que un barco deja de navegar unos días, hacerle una limpieza y revisión completa en unos astilleros, hagamos un parón en nuestra vida cotidiana, reflexionemos sin presiones exteriores y nos aprestemos a “convertir” nuestros defectos, malos hábitos y conductas inapropiadas o pecaminosas, en una lucha por adquirir los valores o virtudes que nos transformen en personas más justas, amables y positivas de cara a nuestra actitud personal ante la vida y ante la sociedad que nos ha tocado vivir.


“Conversión es ir contracorriente. donde la “corriente” es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio, que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal o en todo caso prisioneros de la mediocridad moral”, palabras de Benedicto XVI que al mismo tiempo que denuncia algunos de los males que hoy afectan a nuestra sociedad, nos ofrece la fórmula más eficaz para enfrentarnos a ellos: no dejarnos llevar por la “corriente” de lo fácil, lo superficial o de la vulgaridad y ausencia de rigor intelectual y moral en nuestras relaciones y costumbres.


¿Es el hombre de hoy más perverso, más cruel, más corrompido que el de hace más de dos mil años?. Rotundamente no, solo basta con dedicar algún tiempo a bucear en libros de la historia universal o en la literatura religiosa para comprobar que la mente y el corazón del hombre siempre ha estado sometido a las presiones y riesgos del poder, de las aberraciones sexuales o de las ambiciones desmedidas que le terminan corrompiendo para hacer del becerro de oro su dios universal.


No sirve de nada poner nombre y apellidos a quienes en el día a día dan malos ejemplos a la sociedad de todos estos males y desviaciones personales, sean del mundo de la política, la economía, la sociedad o incluso en el religioso. Lo relevante para los cristianos es que tenemos la gran oportunidad durante estos cuarenta días, de hacer un parón y preguntarnos si de verdad queremos contribuir a pacificar los ánimos, a dar ejemplos de honestidad intelectual y profesional o a contribuir a que la sociedad sea más justa en la distribución de su riqueza. No es necesario acudir a grandes objetivos, la mayoría inalcanzables, sino a las metas concretas de nuestro quehacer diario, que nos hacen más creíbles y ejemplares en el ámbito de la familia o de la sociedad.


Decía Chesterton que “lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”. El Dios en el que creemos los cristianos es un Dios real encarnado en la persona de Jesucristo que durante esos días de su ayuno y oración en el desierto dijo no al mal que lo acosó en tres ocasiones. Nosotros no somos diferentes y también nos acosa el mal pero tenemos el privilegio, incluso que no tienen los que practican otras religiones, de poder ser “perdonados” por Dios, si somos humildes ante nuestras limitaciones, sinceros con nosotros mismos y nos conocemos en profundidad. No desaproveches la oportunidad que nos ofrece la “Cuaresma” para, después de un buen blanqueado a los fondos y cubierta de nuestra embarcación, hacernos a la mar sin temor a las tempestades. 

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