Desde que Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa el 13 de marzo del 2013, su pontificado ha sido una lucha constante entre la renovación y la resistencia interna. Con una visión clara de lo que la Iglesia Católica debía ser en el siglo XXI, Francisco ha desafiado estructuras de poder, ha sacudido los cimientos de la curia y ha tratado de acercar a los fieles que históricamente habían sido rechazados por la institución. Pero como buen sagitario, con carácter audaz, su mente brillante y su afán de justicia, ha encontrado en su camino enemigos internos que no han dudado en frenar sus reformas.
Desde el momento en que apareció en el balcón de San Pedro vestido de blanco, sin capa de armiño, ni cruz ni anillo de oro y pidió a los fieles que rezaran por él antes de darles la bendición, quedó claro que Francisco no sería un Papa más. Venía de Buenos Aires con una visión distinta: la Iglesia debía dejar de ser una institución elitista y convertirse en lo que Jesús predicó, una casa para todos.
Su opción por los pobres no era una estrategia de marketing, era su forma de entender el Evangelio. Sus gestos como lavar los pies de reclusos y migrantes en Jueves Santo o rechazar vivir en el Palacio Apostólico para quedarse en la Casa Santa Marta, eran una declaración de intenciones.
Una de sus decisiones más revolucionarias fue abrir la puerta de la Iglesia a quienes durante siglos habían sido condenados al margen. Bajo su pontificado, los homosexuales dejaron de ser considerados un problema y pasaron a ser fieles como cualquier otro. Su famosa frase “¿Quién soy yo para juzgar?” marcó un antes y un después en la relación de la Iglesia con la comunidad LGBTI. Aunque no llegó a aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo, si permitió la bendición de parejas homosexuales, algo impensable en pontificados anteriores. Los divorciados también encontraron en Francisco un aliado. Con el documento “Amoris Laetitia”, permitió que quienes habían vuelto a casarse pudieran acceder a la comunión, derribando un muro de exclusión que la Iglesia había levantado por siglos. Su mensaje era claro: la Iglesia debía ser un hospital de campaña, no un tribunal de condenas.
Uno de los mayores desafíos de su pontificado fue la lucha contra los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Francisco no se limitó a pedir perdón, sino que tomó medidas concretas. Expulsó a cardenales y obispos encubridores, estableció protocolos de denuncia obligatoria y creó la Pontificia Comisión para la Protección de Menores. Sin embargo, sus esfuerzos chocaron contra una estructura eclesiástica que durante décadas había protegido a los abusadores y que, en muchos casos, le negó la colaboración necesaria para erradicar el problema.
En 2025, su decisión de disolver el Sodalicio de Vida Cristiana, un poderoso grupo ultraconservador peruano, implicado en escándalos de abusos y corrupción, demostró su determinación de no tolerar más impunidad. Pero aún así, el sistema se resistió a una limpieza total. Si hay algo que ha caracterizado al Vaticano a lo largo de la historia, es su opacidad financiera. Francisco intentó acabar con esto, imponiendo auditorías, limitando el acceso a fondos y eliminando prácticas corruptas. Pero cuando quiso cortar los sobres de dinero que circulaban en la Curia, encontró una muralla de resistencia. Algunos cardenales y obispos, acostumbrados a la comodidad económica, no estaban dispuestos a perder sus privilegios.
La reforma financiera que promovió estuvo plagada de obstáculos. Se rodeó de expertos en economía para sanear las cuentas vaticanas, pero algunos de ellos terminaron enfrentando presiones internas que hicieron que el proceso avanzara más lento de lo esperado. A pesar de todo. Su lucha por la transparencia marcó un antes y un después en la administración del Vaticano.
A nivel internacional, fue mediador en conflictos, promovió la paz en zonas de guerra y denunció las injusticias económicas y medioambientales. Defensor de los migrantes y refugiados, no dudó en criticar a los gobiernos que cerraron fronteras y fomentaron el racismo. Visitó la isla de Lampedusa para denunciar la crisis humanitaria de los migrantes en el Mediterráneo.
Francisco pasará a la historia como uno de los Papas más valientes y progresistas, pero también como uno de los más resistidos. Sus intentos de modernizar la Iglesia, de hacerla más inclusiva y de sanear sus estructuras fueron constantemente saboteados por los sectores conservadores que preferían mantener el statu quo.
A sus 88 años, con problemas de salud que comienzan a debilitarlo, su legado sigue en construcción. Su pontificado deja preguntas abiertas: ¿logrará la Iglesia seguir el camino que él trazó o volverá a cerrarse sobre sí misma?
Lo que es innegable es que Francisco ha sido siempre un Papa que no temió desafiar el poder, que usó su inteligencia y sabiduría para intentar cambiar un sistema anclado en siglos de tradición. Como buen sagitario, su fuego nunca se apagó, y aunque muchas de sus reformas fueron frenadas, su huella permanecerá de forma imborrable en la historia de la Iglesia Católica, donde todas las personas tienen cabida, sin importar su condición de género.
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