La capilaridad de don Mariano Rajoy es cromáticamente confusa e incierta; desconcertante y peculiar como su manera de proceder en política. Él lleva largo tiempo prosperando en la Administración pública como avanza en sus deportivos andares: sin sufrir un desgaste excesivo pero sin tampoco dejar de progresar en pos de sus objetivos. Se evita, así, correr el riesgo de sufrir lesiones innecesarias. Hay muchos misterios en nuestro Presidente. Tras su aparente simplismo, tras su cacareada molicie, encierra una complejidad que, a poco que se indague, se atisba insondable. Contrasta su apócrifa perlesía conspirativa con el elenco de logros obtenidos a lo largo de su ya dilatada trayectoria, entendidos como la ostentación de un gran número de cargos de relevancia pública. El contraste, la cromática asimetría, entre el pelo de su cabello y el que puebla su cuidadamente descuidada (o viceversa) barba ya se antoja un detalle inquietante. Pareciera mostrar dicha cromática falta de conexión capilar el reflejo superficial de algo de mayor enjundia: parece existir una divergencia entre lo que a tenor de su trayectoria inferimos que piensa (más oscuro, como el tinte con que cubre la vergonzante argenta) y lo que expresa (aparentemente albo, como el pelo de su ya mentada barba). En realidad la política española en su conjunto transcurre institucionalmente a imagen del pelo residenciado en la cabeza y en la parte inferior del óvalo facial del gallego mandatario respectivamente: entre lo oscuro que no nos deja siquiera vislumbrar ciertos planteamientos y la claridad que se nos quiere vender.
Don Mariano es de los que mejor han sabido leer la lógica de nuestro Sistema en aras de perpetuarse en él evitando pagar las facturas que acostumbra a pasar la estancia en esas instancias. Cuando ha tenido que dar la cara lo ha hecho pero a la digital usanza, que para esto estamos en dicha era. Y cuando ha sufrido los rigores de exponerla públicamente, ha sabido rentabilizar el coyuntural incidente.
Pasan los sujetos por los cargos y casi todos se acaban quemando y abandonando, o siendo relegados a retiros más o menos gratos, pero Rajoy sabe manejar los tiempos con templanza y perspicaz pragmatismo. Es un conservador a la vieja usanza que sabe implantar con brillantez las viejas fórmulas a los más últimos escenarios. Él observa desde su atalaya lo que cada momento aconseja, dejando pudrirse aquello que le puede comprometer y preparando la subsiguiente oportunidad post-chaparrón.
Y cuando llegue su momento de abandonar la Presidencia, que, como a todos, le habrá de llegar, para entonces él ya tendrá preparado otro destino adecuado a sus ambiciones, pues nuestro líder sabe capear el temporal de una manera menos expeditiva que sus predecesores en el liderazgo del conservadurismo patrio, Fraga y Aznar, pero mucho más eficaz al cabo, consiguiendo abrirse camino por entre el follaje de las animadversiones rivales y correligionarias (que las hay), cual si se abriese paso a través de la exuberante maleza de un bosque cualesquiera de su Galicia natal.
Sin hacer un juego brillante, sabe aguantar y medir los tiempos hasta que llega la prórroga o los penaltis, y es entonces cuando da la puntilla, siendo comedido, eso sí, en la celebración del triunfo. Cuando quiere, sabe ser encantador; cuando lo halla oportuno, también se sabe tornar acre hurtándole si llega el caso la posibilidad de estrecharle el metacarpo al más pintado interlocutor aun estando frente a los flashes.
En su embaucador proceder ha sido capaz incluso de llevarse a su terreno al mismísimo Pablo Iglesias, al seducirlo con su irresistible encanto oratorio, tan ahorrativo en fonemas. Sabiendo leer muy bien las ancestrales querellas entre las distintas sensibilidades de la izquierda española, se ha limitado a reservar un palco desde donde divisar el teatrillo conformado al albur de los nuevos porcentajes de representatividad parlamentaria, aguardando el momento en que agotados por el desgaste no les quedara otra que tornar anuencia la precedente reticencia cuando de permitir que vuelva a gobernar se trata. En el Debate de Investidura le brindaron incluso la posibilidad de mostrarse ponderado y elegante con su histórico rival, un maltrecho PSOE al que Gabriel Rufián se encargó de apuntillar diciendo verdades como puños en una intervención que dolió al receptor porque venía a poner de manifiesto su incapacidad para revelarse como una fuerza facultada para liderar un proyecto plural en favor de una en la última década especialmente molturada ciudadanía. Todo el entramado urdido desde ciertos poderes financieros y mediáticos para evitar la alternativa de izquierdas es otro factor que ha contribuido al desenlace operado (como reconocería un malogrado Pedro Sánchez ante Jordi Évole en el programa de Salvados emitido el 30 de octubre); Rajoy también sabía que contaba con tales apoyos, por causarles a estos una considerable urticaria la irrupción de Podemos en el apolillado panorama, y ha sabido surfear el marasmo con tales vientos a favor.
Al final, el cabeza de lista conservador salió del Hemiciclo triunfal, con la cerviz erguida y el semblante sutilmente alborozado, tratando de no pisar las esperanzas depositadas en una alternativa de izquierdas hechas escombros y yacentes sobre la moqueta del Congreso.
Ahora, como suele ocurrir, sus cercanos aguardan el premio del nombramiento otorgándole el reverencial trato que se suele brindar a todo dispensador de codiciadas prebendas.
La mayoría del pueblo español, por su parte, se quedará mirando al horizonte cariacontecida, viendo en los medios, un día sí y otro también, el disonante tinte capilar del Presidente y asumiéndolo como el fondo de pantalla que por defecto aparece en el sistema operativo que monopoliza nuestras vidas sin remisión.
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